No se imaginaba ninguno de los tres ladrones que acechaban en Tirso de Molina, cuando se disponían a atracar a aquel transeúnte inerme una semana otoñal de 2010, que la navaja no iba a cumplir en esa ocasión su función intimidatoria y deberían librar una batalla confusa, atropellada, dantesca, donde solo la acción concertada iba a permitirles, después de que uno de ellos fuera derribado de un cabezazo, que la víctima consintiera finalmente en hacer el papel de víctima, aunque fuera a costa de propinarle tal paliza que, perdida la consciencia, el “resistente” quedó en el suelo, en medio de la acera, molido a golpes, abandonado...
Aquel hombre que he dejado en el suelo era poeta. Se llamaba Giovanni Collazos y lo había conocido tres años antes en los foros de poesía, donde me sorprendió desde el principio por el primate que conservaba y defendía con mucho gusto. Cada vez que aparecía algún troll anónimo e insultador en los comentarios de otros poetas, mientras los demás nos esforzábamos por responder a los ataques con respuestas repletas de razones y sinrazones, de pronto aparecía él y decía:
–Esto no es para hablar aquí. Te reto a debatirlo en la calle, con los puños si hace falta.
Al de poco tiempo lo conocí en persona y me sorprendió que todo, su pelo corto, su mirada fija, la cara como de revólver, se correspondía con la imagen que me había fabricado de hombre directo, a veces demasiado, como el día en que se encontró a Mario Vargas Llosa en una calle de Madrid:
–Señor Vargas Llosa, perdone que le interrumpa, me llamo Giovanni Collazos y soy limeño: ¿cómo pensaba usted privatizar la sanidad y la educación de nuestro país, con la pobreza y analfabetismo que existen?
La anécdota es ilustradora. Delante por primera vez de uno de sus escritores favoritos, le aborda por un lado lateral y político (Vargas Llosa se presentó a presidente del Perú en 1990). Estamos ante un poeta cuyos ídolos juveniles fueron César Vallejo, el Ché Guevara y el poeta guerrillero Javier Heraud, los tres de reconocida filiación marxista. Trabajaba entonces Collazos una poesía de decirse-a-sí-mismo, lo mismo íntima que política, siempre fresca, con un andamiaje coloquial y narrativo donde, además de vetas de Vallejo, iban asomando otros poetas del surco peruano. Con una variedad temática casi nerudiana (escribía a su madre, a su novia, a su pene, a su patria, a sus dos ciudades, a la infancia, a la política nacional e internacional...), pronto comenzó a dudar entre una poesía de la sencillez y otra más cercana a la ruptura gramatical, plagada de imágenes y enriquecida con un léxico mestizo, donde empezó a dar mejores resultados. Pero esta progresiva aplicación de métodos sugeridores e indirectos no solapaban su personalidad, siempre clara, verticalísima.
–Me encanta Madrid, Batania, pero aquí no hay códigos.
–Qué códigos, Gio.
–Aquí, por ejemplo, si tienes una pelea, tus amigos te abandonan. En Lima no pasa.
Sin embargo, uno ya sospechaba que toda esta verticalidad tendría que tener sus puntos débiles, máxime en un hombre que escribe poemas. Con el roce que pronto se convirtió en amistad comencé a descubrir un hombre de una ternura infinita que, tan exagerado en su fortaleza, era igual de exagerado en su debilidad. Collazos es una de las personas que conozco con menos facultades para recuperarse anímicamente. Y el problema es que su debilidad, en vez de remitir con el tiempo, aumenta:
–Batania, estoy mal, tengo que hablar contigo.
–¿Qué te pasa ahora?
–Nada, lo mismo de hace ocho meses.
Contra la niebla es el libro en el que aparece con mayor nitidez esa mezcla duro/tierno. Collazos es un leocisne, un ciervoceronte, un jilguerofante, un animal fabuloso o mezcla extrañísima de reciedumbre y delicadeza. El poeta que se resiste a los atracos y da cabezazos a los ladrones comienza a recibir los golpes de la realidad ladrona, de los amores ladrones, de la existencia ladrona, en una debacle que comienza en lo amoroso pero cuyo campo magnético se extiende a lo nacional, lo personal y lo metafísico. La tristeza de Collazos se estira y estira hasta que engendra trillizos. El poeta parece decirnos: si el amor fracasa, no solo fracaso como amante sino que fracaso como ciudadano y, además, el mismo planeta Tierra es un mal proyecto.
Collazos ya venía del frío. Este poeta, que se define como “madrilimeño”, representa la doble tragedia del inmigrante, que nunca es considerado como nacional en Madrid (y no ayuda para ello que la policía le haya pedido los papeles más de cien veces en los últimos años) y es acusado de extranjerizante cuando regresa a Lima, a la manera de la fábula de las cornejas de Esopo. Pero la intemperie de este libro trasciende la extranjería.
Contra la niebla representa el fracaso de la realidad. Collazos busca una realidad fija y solo logra arenas movedizas. Quién soporta la realidad que devora e infecta, dice en su poema "Valor". Como no obtiene lo que le pide, su mundo se desordena: La verdad nunca acierta con el gusano que se adentra en la aurícula, ni atisba la mueca funámbula de mi alma (Luz de sombra). Y aparece el miedo. Sí. Miedo en el mismo hombre que se lió a discutir con Jaime Bayly en medio de una conferencia. Miedo en el mismo hombre que, en alguna de las numerosas manifestaciones del 15-M a las que he acudido con él, se acerca hasta las vallas que nos separan de los antidisturbios y las empuja porque, en sus palabras, “este es el único lenguaje que entienden”. Miedo en un hombre que es valiente en las cosas visibles pero no sabe luchar contra lo embozado, lo inmensurable, lo intangible.
Nace así este libro descompuesto, sonámbulo, fracturado, y estos poemas que reflejan esos vaivenes indescifrables. Como el entorno se rompe, se rompe la gramática. Si la existencia es un no-me-entiendo, los versos tampoco tienen, a veces, por qué entenderse, y los significados se multiplican. Al cambiar el orden lógico de las palabras, consigue nuevas posibilidades. Como escribe en A voz en cuello:
Hacer de la palabra un multiplicado significante desde su mínima expresiónsiempre que derive con la tinta de la duda.
Alcanza así un poemario que representa la máxima modernidad, en el sentido de que las interpretaciones quedan abiertas, pero no por ello el libro pierde un ápice de emoción o intensidad. Aunque en los últimos años este poeta ha abandonado la poesía más narrativa, la que era predominante en los blogs o en los bares de poetas madrileños, y se ha adentrado en un dificilismo que coincide con sus circunstancias personales de descomposición espiritual, la poesía de Collazos es una poesía viva, como es viva la poesía de Vallejo, Lorca, Rimbaud u otros poetas de los que bebe.
Es este un elemento en el que me gustaría insistir. Los lectores que se acerquen por primera vez a esta poesía y se encuentren con sus vocablos mulatos y escogidos, la oscuridad de algunos de sus significados y su barroquismo sintáctico, quizá se lleven la primera impresión de hallarse ante un poeta herbívoro y libresco, un cráneo de esos que le ponen arpa y milímetro a las palabras y manejan un ars poeticae de Aconcagua para arriba. Esa impresión, que en parte es cierta, sería una impresión sin embargo incompleta, porque lo verdaderamente esencial en este poeta es el tigre o zarpa desbocada que tiene dentro, un animal de cuyas fauces brotan espumarajos. De ahí que se podría decir, tomando con lazo el poema de Lizano, que Giovanni Collazos, más que un poeta hermético, es un poeta que pertenece a la orden de los mamíferos.
Aquel hombre que yacía en el suelo de una acera de Tirso de Molina se recuperó de la paliza y volvió a escribir versos. Aunque le tengo dicho que no exponga su vida en vano y deje de responder con cabezazos a la gente, él me sigue insistiendo en que son el mejor recurso en caso de pelea. Quizá sea eso Contra la niebla: un cabezazo contra la poesía notarial, la de los significados resobados y palabras ya dichas. Una renovación animal de los conceptos. Una propuesta rabiosa de nuevo espíritu.