Nunca le he visto haciendo poses en estos tiempos de poses obligatorias, o pugnando por el cetro de la iconoclasia en esta época de iconoclasias adrede, o forzando el gesto para hacerse el maldito en este siglo de malditos becados por el Ministerio de Cultura. Que haya poetas aún en Madrid que en las reuniones siguen haciendo frases como “pásame la cerveza” o “qué frío hace estos días”, es algo que sorprende y se agradece. Quiero decir: poetas que siguen entendiendo que la borrachera que eleva y dignifica al poeta es la borrachera en la palabra, que la extravagancia más provechosa en literatura es la que se hace frente al portátil, que la mejor manera de hacer el pino, si es que procede, es la que se hace frente al papel en blanco. De ahí que suelo hacer esta afirmación nada arriesgada: Gsús Bonilla es el poeta más iconoclasta que conozco.
En primer lugar, nos hallamos ante un poeta que llega a la poesía en 2006 y se pone a escribir en arrítmico y sin manuales de artesanía preceptiva. Recomendaba Bertrand Russell a sus alumnos de filosofía que no estudiaran la lógica aristotélica por falsa y superada, pero en la poesía siguen mandando los conservadores y su cantinela de primero-hay-que-aprender-las-reglas-para-después-romperlas, por mucho que, si atendiéramos a esa cantinela con el rigor suficiente y nos aprendiéramos todas las carpinterías distintas que han utilizado los poetas desde Homero, no podríamos publicar nuestro primer poema hasta pasados los cincuenta años. Pero esa libertad estilística no significa que Bonilla se haya abandonado al mero facilismo y vagancia de lo espontáneo, en cuyo caso elogiarlo sería propio de irresponsables; al contrario, Bonilla es el hombre que más poetas desconocidos me ha descubierto, pues siempre está pateando bares, acudiendo a recitales y descubriendo blogueros, al punto de que suelo proponerlo como el mejor antólogo posible de estas nuevas generaciones que trabajan entre el blog y el micrófono.
En segundo lugar, y aunque la obra de Bonilla es plural y centimana, una parte seminal entra dentro de lo que se ha venido llamando poesía política, crítica, del compromiso, de la conciencia, no ficción, etc, por decir algunos de sus nombres, pero que viene siendo reconocida general y aunque a regañadientes con el nombre de poesía social. No es que Bonilla se haya apuntado a esta modalidad, no: es que te apuntan sin solicitarlo y con fines espurios, pues la poesía social, que en décadas anteriores disfrutó de un reconocimiento popular, editorial y de crítica extraordinarios, comenzó a diluirse a partir de los años ochenta y se vino abajo a la vez que el muro de Berlín. Cuando Gsús Bonilla se pone a escribir, se encuentra con una poesía social en descrédito: se acusa a sus cultivadores de panfletarios; se les moteja de prosaicos; se les señala su postración a lo extraliterario; se les culpa de ramplonería y empobrecimiento del lenguaje. El rechazo es tan fuerte que afecta a sus figuras más señeras, a las que se rebaja su valoración anterior: Brecht pasa a ser un “populista demagógico”; Neruda es alabado “a pesar” de su parte política y lo mismo ocurre con Alberti; a León Felipe se le desciende a mero recitador o “rapsoda”; a Cardenal o Benedetti se les disculpa con el dudoso elogio de “buenas personas”. La virulencia es de tal calibre en España que desata reacciones insólitas: el poeta zaragozano Ángel Guinda comienza una huelga de hambre en 2006 para denunciar el olvido institucional de Gabriel Celaya y Blas de Otero en el País Vasco; lectores de El País encabezan una recogida de firmas para protestar por la ausencia de Celaya en una antología de los mejores 30 poetas en español del siglo; y hasta el propio Gimferrer, un poeta que cultiva poéticas muy alejadas de estos autores, declara: “El olvido que está sufriendo la poesía de Blas de Otero es una vergüenza”.
En tercer lugar, la poesía social que hace Gsús Bonilla, cuando la hace, es una poesía muy alejada de la que se viene y se venía haciendo, una poesía que sacrifica el mesianismo en favor de una poesía menestral y decidora. Mientras parte fundamental de la poesía social al uso, aquella que más triunfaba, se escribía desde un yo-nosotros protagonista y representativo, el del poeta que, olvidando su pequeñez y las tiradas de quinientos ejemplares que como mucho alcanzan sus libros, se erigía en salvador del orbe y, como si hablara desde un púlpito, hacía frases del tipo “escribo para cambiar el mundo” o “escribo por los sin voz”; pasando a escribir por sistema contra todas las injusticias del planeta, lo mismo el agujero de ozono que el maltrato de perros que el último levantamiento paramilitar en algún poblado situado a quince mil kilómetros de distancia, Bonilla crea un poeta original dentro de las poéticas de su mismo tipo.
Quiero detenerme en este punto porque me parece esencial: desde la publicación de El forro a Menú del día... a día, pasando por Ovejas esquiladas, que temblaban de frío, Bonilla construye un yo adelgazado, familiar, recoleto, con una conexión sujeto-objeto sencilla y no autoritaria, que huye tanto del héroe como del antihéroe y forja una mirada como de ojo cercano y entreabierto. Bonilla no se erige en portavoz ni altavoz más que de sí mismo, y escribe sin dar órdenes o hacer exhortaciones. Para entendernos: en nadie como en él veo una adecuación perfecta de los medios a los fines, pues la poesía social de la tradición era una poesía, en palabras de un verso célebre de Neruda, escrita con “la voluntad de un canto con explosiones”, una poesía que respondía con la violencia de las palabras a la violencia ya existente y por cuya furia el propio Brecht pedía indulgencia a las generaciones futuras. Escribir por la paz con versos de guerra; solicitar justicia con rabia y cólera expresiva; exigir la palabra a gritos; insultar para llegar al no insulto; amenazar para llegar a la no amenaza..., tal era la poesía social prototípica. Bonilla, en cambio, y de ahí señalo su contracorriente, se aleja del poeta-conductor y crea un poeta-ciudadano; prescinde de las llamadas generales y utiliza la ironía y la paradoja; pone freno al patetismo y se aleja del lenguaje de la provocación; abandona los usos carnivoristas y elige los herbívoros. Así como el poema de Blas de Otero dice “Definitivamente, cantaré para el hombre”, Bonilla, más concreto, canta para Susana, para Emilio, para Lourdes. Parece decirnos: “Mirad, sólo soy Gsús Bonilla, pero insisto: los fuertes aplastan a los débiles. Quizá no haya nada que hacer, pero insisto”.
Hay más. ¿Que la poesía de Madrid se juega en los ateneos y los premios y en cuatro suplementos culturales? Pues Bonilla funda un blog, entra en el foro de poesía de Extremoduro y comienza a acudir a las jam session miercolesinas del bar Bukowski. ¿Que la poesía que hace no puede ser publicada? Pues se autoedita y comienza a sacar revistas para otros y en colaboración con otros. ¿Que para ser poeta hay que diseñarse poéticas abstrusas y transiberianas donde es obligatorio citar a Diodoro de Sicilia y a Todorov? Pues Bonilla sigue escribiendo, como él dice, “porque me sale de los güebos”, con un método ametódico que solo se atiene a sus estados de ánimo. ¿Que en los recitales triunfan los poetas con recursos orales amplios y poéticas de la comicidad? Pues Gsús, a pesar de que es un recitador notable, sale al micrófono y dice:
–Perdón, yo tengo un defecto, es que no sé recitar.
Con estos ingredientes, la historia de Bonilla debería haberse asemejado a la de ese gato que se apresta a cruzar una autopista de cinco carriles en su hora punta y no a la del reciente finalista del Premio Nacional de Poesía; pero ocurre que este poeta-gato es un gran poeta, alguien que domina lo conceptual y cuenta con un sentido rítmico progresivo, un hombre que procede por decantación y, mediante una labor de arel y tijera, consigue relámpagos de verdad como panes y peces, belleza desnuda y sencilla y casi nunca alegre. Esa misma crudeza que nace de la entera honestidad en la persona y en el poema le hizo decirme hace unos meses, cuando me habló de Mi Padre, el rey:
–Es que tengo un problema con este poemario, Batania.
–Qué problema.
–Que no se entiende.
Vaya problema. Tenemos a media poetambre buscando entusiasmada la oscuridad y Gsús se incomoda porque “no se entiende”. ¿Y cómo se iba a entender la muerte de un padre, las explosiones interiores que generan en alguien tan cargado de sensibilidad como un poeta? Consigno este detalle para insistir una vez más en la falta de impostura de Bonilla y también como testimonio de los elementos distintivos que aporta Mi Padre, el rey, el menos característico de los bonillanos por lo que tiene de fragmentario y abierto a la mirada del lector, un libro que anuncia un cambio hacia mayores conquistas del lenguaje. Pero este cambio de tuerca, insisto, no ha sido buscado sino encontrado porque Bonilla, como suele decir en algunos recitales tomando una frase del cocinero Ferrán Adriá, “Cuando cocino, no pienso”.
Es el poeta en crudo, el aborigen del verso, el que defiende su naturalidad y huye por igual del esnobismo en la persona y el fetichismo en el poema. Creo que por eso lo admiro tanto, pues yo mismo soy víctima de muchas de esas inercias que vengo denunciando en este prólogo (espero que no de todas), y me sorprende y agrada la fidelidad a sí mismo y la supervivencia libro a libro de este poeta. Bonilla ha prescindido de todas las poéticas y manejos espectaculares, eclécticos y bienvenidos por la mayoría, aquellos que consideran que existe algo de mágico y genial en la confusión de la mente e interpretan la poesía como una embriaguez del espíritu, y se ha recluido en poéticas de la crudeza aun sabiendo que desde el romanticismo el poeta que escribe sobrio y va en busca de la verdad es acusado de plano y pedestre. Por eso sostengo que Bonilla es el poeta más a la contra que conozco. El más transgresor. El más iconoclasta.