¿Qué pensaríamos de alguien que fuera al trabajo diario con jubón, gorgueras o birrete? ¿De un pintor que se dedicara en el mismo 2012 a pintar en figurativo bodegones y vírgenes y cristos Pantocrator? ¿De un soldado que intentara derribar los F-18 con piedras y tiragomas? Por decirlo en más preciso y canalla, ¿qué pensaríamos de un poeta actual que insistiera en encajar las floristerías y metáforas agrícolas antiguas en los raíles métricos de hace cinco siglos, aquellos que surgieron en un mundo de orden, perfección y eufonía, y, dándoles un mero barniz de ahora mismo, los publicara sin descomponer el gesto en el mundo heterogéneo y caótico de hoy, un mundo donde la población no vive entre zagales y flores de romero sino entre semáforos y decibelios y destellos de escaparates? Las preguntas traen veneno pero en este caso son ociosas, porque ha llegado Toño Benavides con Los Chicos del Vertedero.
He aquí un libro escrito con unas maneras actuales y actualizadas. Se mueven Los Chicos del Vertedero entre tubos fluorescentes, cables eléctricos y una cadencia versicular y vertiginosa propia del mundo urbano de hoy. El ritmo no es del acento ni la sílaba sino el desaforado y amétrico de la turbina, los hilos de cobre y los electroimanes, los quioscos y los rayos infrarrojos. Hasta cuando aparecen animales se trata a veces de animales tecnificados (coches-caimán, pájaros de acero). Toño Benavides mezcla verso y prosa, inventa su ritmo y trata de enseñar a escucharlo, como si prestara al lector unas orejas nuevas e insólitas. Por supuesto que todo esto ya se ha hecho en mayor o menor medida por otros poetas que le preceden, pero en ninguno lo he visto con la meticulosidad y falta de pose de este poeta.
No se trata de modernez sino de modernidad. Cuando los futuristas y ultraístas, hace casi cien años, sublimaron el mundo mecánico y llenaron sus poemas de tranvías, telégrafos y automóviles, fueron acusados de mero deseo de epatar y la acusación era en ocasiones bastante pertinente, porque en aquellos tiempos el mundo seguía siendo mayoritariamente rural y no globalizado. Pero que en 2012 media poetambre continúe parada en el utillaje esencial de Garcilaso no tiene más explicación que el conservadurismo de gran parte de la lírica española en los últimos cincuenta años, conservadurismo que hace que los poetas actuales recuerden a veces a aquel loro del Orinoco, que, al decir de Humboldt, hablaba la lengua de una raza humana extinguida.
Nada de eso ocurre en este libro, que puede disfrutarlo lo mismo un catedrático que un lector no especializado. En Los Chicos del Vertedero, salidos de un escenario que puede ser cualquier ciudad de Occidente, la modernidad no está buscada por esnobismo sino que es tan natural como la famosa carta robada de Poe, tan difícil de encontrar y sin embargo a la vista de todo el mundo. Es el poemario en que más y mejor he visto retratado el espacio tecno-urbano, desde un punto de vista que además es sorprendente, pues Toño Benavides no se refugia en ningún romanticismo o adanismo roussoniano. Mientras muchos artistas siguen sosteniendo una pelea contra la técnica y siguen presumiendo de no saber cómo se utiliza el mando a distancia, Benavides rinde un homenaje tan grande al maquinismo y al asfalto que yo mismo he llegado a decirle:
–Toño, veo tanta lujuria en el detallismo con que describes la ciudad moderna que hasta me parece una defensa del consumismo...
–Sí, es que la ciudad y la técnica me fascina. Hasta me encantaría vivir teniendo por horizonte un paisaje de fábricas y chimeneas, con eso te digo todo.
–Creo que esto no le gustaría mucho a los ecologistas.
–Es que la épica no es moral, Batania.
La épica de Benavides no es moral sino exagerada, centelleante, voltaica. La épica es épica. A veces aparece en esta epopeya la crítica y la denuncia, pero es una crítica que acusa y denuncia sin señalar, sin hacer juicios descalificadores. Es el lector el que descifra la denuncia de acuerdo con lo que va leyendo, pero la función poética siempre queda a salvo y por encima. El poeta señala a la ciudad actual como centro de las enajenaciones y enumera los valores castrantes de la civilización capitalista, pero no propone una vuelta a Altamira o a las casas comunales de los iroqueses, sino que funda una vanguardia alucinada de seres sensitivos, Los Chicos del Vertedero, que recuperan los valores esenciales de los seres humanos y se lanzan a por un nuevo futuro urbano lleno de síes, un futuro donde se sienta con más fuerza el amor y la velocidad.
El poeta se sumerge en el inmenso bataclán de la vida moderna y se lo apropia, poetiza el bullicio y lo estira, se adentra en el carnaval diario y lo lirifica, crea belleza entre la polución y la chatarra. Este es un aspecto que me gustaría destacar, pues es muy sencillo escribir con las setecientas palabras de cien euros para arriba sacadas de la tradición o los diccionarios, palabras que nos vienen domesticadas desde hace muchos siglos, con las acepciones literarias habituales y las eufonías obligatorias, y otra cosa muy diferente y mucho más difícil es adentrarse en un campo semántico y léxico apenas explorado, compuesto de materiales de derribo o supuestamente antipoéticos, como sacados de las Páginas Amarillas, y extraer de esa parcela de ruido algo que suene distinto y lírico. Esto no se podría conseguir si al poeta no le asistiera un oído extraordinario y una gran capacidad metafórica, esto es, un talento poco común. Talento que se manifiesta a la hora de combinar los vocablos técnicos con los no técnicos, las partes coloquiales con las líricas, lo descriptivo con lo narrativo, los sonidos ásperos con los suaves, o el acierto continuado cuando se debe cambiar de verso o cortar las simetrías.
Consigue así este libro quemante, mestizo, voluntariamente caudaloso y desflecado, que se lee como se leen los libros que se han gozado escribiéndolos. A veces me recuerda a Lêdo Ivo o a Allen Ginsberg, a veces me suena a Blade Runner o Mad Max, algunas a los himnos de Queen o U2, pero siempre me sabe a Toño Benavides. Quizá lo que voy a decir a continuación pueda molestar, porque sé que la palabra “disfrute” no es considerada por muchos como un valor dentro de la poesía, pero he disfrutado tanto leyendo este libro como cuando voy al cine, veo fútbol, escucho música o leo cómics. Tiene esto mayor mérito por cuanto el poemario, que a ratos es muy complejo, contiene estancias que no he entendido pero en las que me ha pasado lo que sólo me ocurre con los buenos poetas, esto es: no sé con exactitud lo que estoy leyendo pero me lo paso bien, soy llevado y poseído, arrastrado por la atmósfera y la potencia del libro.
En las palabras que sirven para abrir la obra, Benavides continúa un fragmento de Chuck Palahniuk, aquel que comienza “En el mundo que imagino”, por lo que me voy a permitir lo mismo para rematar este prólogo. En la poesía que imagino, los poetas dejarán de nutrirse con preferencia de la historia de la poesía y beberán de las fuentes más insospechadas y corruptas. Abandonarán los diccionarios al uso y extraerán las palabras de los catálogos de revistas, de las guías del ocio, de las facturas y las multas, los callejeros y las etiquetas, los prospectos de los medicamentos y los documentos extraídos de la vitalidad más crujiente. En la poesía que imagino, los poetas que se amolden como el fósil a la pizarra y sigan utilizando los ritmos y formas consabidas serán procesados por plagio, y en los escritorios de los nuevos poetas colgará este letrero: “EL QUE SÓLO SABE DE POESÍA NI SIQUIERA SABE DE POESÍA”. Se leerán los poemas con una cerveza o una bolsa de palomitas en la mano, y nadie considerará la lectura de poemas como algo imprescindible o un ejercicio espiritual superior digno de engolamiento. En la poesía que imagino los libros se distinguirán tanto entre ellos como Los Chicos del Vertedero se distingue del resto de los libros, los poetas serán tan diferentes entre sí como Toño Benavides del resto de poetas, y la poesía será lo mismo que siempre pero como nunca, lo mismo que antes pero como ahora, igual que en otros siglos pero con el aire imantante y multiforme del siglo XXI.