"Incendiario", de Bárbara Butragueño


NO DESCUBRÍ hasta muy tarde que el material explosivo de que está hecha la poesía de Bárbara Butragueño no se apartaba una mosca de la verdad, cuando mi vida empezó a desintegrarse y me sentí reflejado en la leonera asfixiante de sus versos. Hasta entonces había contemplado el talento y encanto personal de esta poeta con una parte de entusiasmo y otra de reticencia, pues había algo en su espectáculo sucesivo de azúcar y petróleo que me descuadernaba, me sonaba a falso y no me creía. ¡Y cómo iba a creerme que aquí mismo, en la Madrid contemporánea de cristal y aluminio, una chica que irradiaba cachitos de alegría por los ojos y no había dispuesto en su vida más que de todo, escribiera unos poemas de sótano y a-punto-de-romperse, como si viviera entre los coches-bomba iraquíes o las hambrunas de Mogadiscio!

Esa sensación contradictoria de éxtasis y suspicacia que me dejó su primer recitado se repitió en los siguientes, pues una de las cosas que nos sucede a algunos con esta poeta es que incubamos mitomanía y la seguimos como si fuera una estrella, igual que otros siguen a Bruce Springteen, Lionel Messi o Julia Roberts. Eran tiempos aquellos en que, cada vez que me preguntaban qué poeta o poetas madrileños me gustaban, siempre respondía “Bárbara Butragueño y los demás”, a pesar de la sospecha que ya he referido, que se fundaba en lo que acontecía en sus actuaciones, en los que una chica de cuarenta y pocos kilos a quien la palabra deliciosa se le quedaba corta, luego de apoyarse en un codo y luego en el otro, aparecía ante nosotros con una sonrisa acordeona, y, jugando a fragilísima de dientes de leche, tomaba el micrófono para, de pronto, no sé cómo explicarlo, ponerse solemne y sacar desde dentro, no de las cuerdas vocales sino de sus carboneras, una voz perturbadora, dolorosa, una voz con algo de firme y algo de tambaleante, despaciosa y a veces atropellada, impropia de su cuerpecillo de gorrión con sombrero, para comenzar, por ejemplo:
Nadie nunca me enseñó a llorar
y sin embargo parece que el llanto me perteneciera
[que mi cuerpo fuera el único epílogo posible
Y pasaba a desmenuzar todas las variedades de color negro que había logrado aislar hasta entonces, recitándonos durante cuarenta minutos un extenso catálogo de fríos, incomunicaciones y desastres personales que solo eran interrumpidos por sus risas y por los aplausos de la concurrencia, que iban creciendo de poema en poema hasta que estallaban en la ovación final. Recuerdo que me nacía un poco de vergüenza ante aquel espectáculo y eso que este prologuista era de los que más aplaudía: ¿Una chica de diecinueve años nos refiere sus miedos y muérdagos y nosotros, en lugar de consolarla o animarla o disuadirla, rompemos a aplaudir y sonreímos y la jaleamos, como si lo escuchado fuera motivo de celebraciones?

No la aplaudíamos por eso, claro, porque los temas que trataba Butragueño en esa época eran los típicos de otros poetas de su edad cuando descubren la poesía como purgante, en el momento que sufren sus primeros fracasos amorosos o sus primeros naufragios ahora-que-la-vida-va-en-serio. Pero aquí es donde surgía la diferencia: mientras otros se limitaban a registrar, esta poeta creaba; donde otros, poseídos por la urgencia de contarse, relataban linealmente, Butragueño metaforizaba; donde la mayoría acababa en meras eyaculaciones emocionales de un subjetivismo superficial, en BB se elevaba a poesía. Decía Breton, para responder a los críticos que acusaban a la escritura automática de acercar la poesía “a los imbéciles”, que a un imbécil solo se le ocurren cosas imbéciles y a un inteligente, en cambio, se le ocurren cosas inteligentes. De BB no aplaudíamos sus enfermedades, que son comunes a todos, sino la manera de recrearlas: aplaudíamos su talento.

Llamo talento a decir aguacate o papaya en lugar de pera o manzana cuando alguien te pide de repente que le digas una fruta. A decir Auxerre y no París cuando te piden una ciudad francesa. Llamo talento a la desenvoltura para lo insólito, a la naturalidad para lo raro, al puntillismo de lupa extrafina. En la poesía, el talento lo descubro también en la facilidad para aunar el sonido con el sentido, y eso es precisamente lo que le ocurre a ella, que al principio escribía muy rápido y sin embargo conseguía unas cadenas fonológicas muy buenas, sin apenas arritmos, y sabía cambiar de verso en el momento adecuado y por pura facultad intuitiva, mucho antes de que descubriera por sí misma que el poema es un artefacto de palabras y no solo una cadena de inspiraciones.

Para entonces ya empezaban a adelgazarse mis suspicacias sobre la “trampa” de esta poeta, lo que llamé una vez el “mercadeo de autolástima” que se traía con sus poemas, y todo porque mi propia vida cambió a peor y noté que su poesía, que a priori parecía la tragedia-de-Bárbara-Butragueño-contada-por-sí-misma, empezaba a estar como escrita a medida de lo que me pasaba, y empecé a sentir como mías sus ciclotimias y descomposiciones psicológicas. Mientras me mantuve pleno de vigor y salud no la entendía, pero cuando me hallé enfermo empecé a sentirme identificado y me dije cuidado, mucho cuidado. Cuidado con lo pretendidamente íntimo que se vuelve social y empieza a penetrarte, te hace daño.

Incendiario es el primer libro de esta poeta y contiene poemas escritos entre los veinte y los veintitrés años. El tema principal es Bárbara y su relación con el otro, la dificultad y fracaso con el otro, el amante sobre todo, y el lector se encontrará con un extenso álbum de alcatraces ciegos, leopardos en muletas y puñados de harina negra. La poeta se va a ir quitando las capas una a una y nos va a detallar todas las fases del hundimiento de sus torres putrefactas. Es un libro circular poco recomendable para claustrofóbicos, pues es una mujer que escribe a una temperatura alta y sólo cuando se siente en crisis o asediada. Una vez la definí como una poeta tan hacia abajo que había ampliado las vistas de su casa con catorce nuevos sótanos, pero ahora me gusta imaginarla con la imagen del relieve asirio de la leona herida, aunque las flechas que recibe esta leona son raras, porque se las lanza ella misma, y las heridas que se causa son tan bellas como profundas.

Quiero detenerme en este punto de la profundidad, pues he señalado en párrafos anteriores el buen oído de Bárbara, la capacidad metafórica y la factura técnica de sus poemas, elogios que muchos otros le han prodigado desde el principio, pero si a estas virtudes no se le une aquello que pedía Unamuno, “pensar alto y decir hondo”, en mi consideración el poeta queda incompleto. Incendiario se salva de este defecto porque BB, aunque nos plantea su caso aparentemente subjetivo e individual, no se queda en el relato de los síntomas o la mera autopsicología, sino que consigue trascender y que su caso sea el caso de todos, pues da tantas vueltas sobre sus cadáveres que el lector, una vez acabado el libro, se plantea problemas filosóficos o existenciales. En efecto, ¿es el ser humano una duda entre dos polos, la entrega y el egoísmo, y sería por tanto un híbrido complicado de altruista asocial o lobo filántropo? ¿Por qué los otros son en ocasiones tan cercanos y otras veces, como ella dice en un poemario distinto, “tan otros siempre”? ¿Estamos enteramente predeterminados o gozamos de un mínimo de libertad y posibilidad de cambio? Por otra parte, Incendiario, cuya vocación de negrura es tan evidente que parece el traslado al verso de la máxima sartriana “El infierno son los otros”, también ofrece suficientes respiraderos para la esperanza, pues la insistencia de la poeta en reconducir sus relaciones o intentar otras nuevas hace que sea la refutación de esa frase y se pueda decir, aunque en tono más bajo, que el paraíso son los otros.

Bárbara Butragueño es un incendio continuo, una poeta siempre ardiente, un no-me-entiendo constante. En la Madrid de siglo XXI, esta mujer de especial sensibilidad sufre para realizarse y considera la ciudad como la jungla de las enajenaciones, una prisión donde le es imposible establecer lazos duraderos con sus semejantes. En Incendiario se cuenta a sí misma y nos cuenta a todos los que hemos sentido la lejanía de los otros, la felicidad convertida en un megaterio. Es un libro para lectores sanos, que apreciarán sobre todo su belleza, y para lectores enfermos, que sentirán sobre todo su verdad.