Conocí a un profesor de literatura que sostenía que todo poeta escribe viejo si no ha aprendido aún la lección de Mallarmé, poeta que a su juicio había jubilado las formas poéticas cerradas, explicativas, propias de un mundo anterior muy seguro de sí mismo, aquel que estaba ordenado en cielo e infierno, buenos y malos, verdad y mentira, y había fundado las escuelas poéticas abiertas, las maneras del no decir, de la sugerencia, de la ambigüedad, de lo fragmentario, de lo no entendido, aquellas que no lamentan que a la Venus de Milo le falten los dos brazos sino que consideran que esa ausencia acrece su encanto y misterio. Y he aquí que Beatriz Monje nos presenta Partes, un poemario donde predomina lo tácito, lo adivinado, lo inexplicable.
Existe en Partes una preocupación para que nada suene autoritario o definitivo. El libro, de un confesionalismo muy minorado, nos ofrece un itinerario personal intenso donde se pone especial cuidado en no caer en la obscenidad o en lo explícito, ni siquiera cuando se nos refieren algunos capítulos turbios y hasta de violencia, como si la poeta llevara un metro o plomada que fuera midiendo los niveles que no pueden sobrepasarse.
Es un poemario complejo y a la vez natural, construido con nodos que establecen comunicación no siempre lineal entre ellos, donde la aparente narración de la infancia se convierte en una narración de la familia y de la vida más amplia. El poemario funciona por flashes superpuestos, pequeñísimas escenas llenas de preguntas, conversaciones o descripciones que van hacia delante o hacia atrás sin mapa nítido que lo regule. La voz que lo cuenta es igualmente plural y va cambiando del nosotros al yo o a un relator invisible, construidos para que los distintos estratos familiares conversen entre ellos, se intercambien o incluso lleguen a fundirse.
Quiero insistir sobre el valor de la naturalidad. Un defecto que a mi juicio arrastra la poesía desde su nacimiento es que el poeta suele olvidarse del motivo del poema para abandonarse al poema mismo: que olvida su vivencia personal para entregarse a unas reglas estilísticas o amoldarse a lo que históricamente han escrito otros poetas sobre ese motivo. Esto vuelve a mucha poesía predecible, arquetípica y artificial. Pero este defecto, que insisto en que es una opinión personal, se multiplica por tres en el caso de los poetas que suelen escribir con métodos indirectos. Mira cómo rompo la sintaxis, parecen decirte. Mira cómo dejo datos escondidos. Mira cómo coloco alusiones nada casuales. Mira cómo destruyo la semántica. Y aunque los resultados en ocasiones consiguen ser buenos, no dejan de estar acompañados de una pedantería un poco desagradable, un adrede que no aparece para nada en Partes, que consigue salvar así la complejidad que lo recorre.
En efecto, cuando pensamos en los tiempos en que éramos niños, sucede que nos infantilizamos, que la persona que fuimos invade al adulto que somos. De ahí que una de las bellezas del libro sea el cubismo/simultaneísmo de sus voces. También se utiliza ese recurso por algo tan elemental como que una madre lleva dentro mezcladas a la hija y a la nieta que sigue siendo. Y que la autora rompa a veces la sintaxis o huya de la semántica sucede por el sencillo motivo de que eso es precisamente lo que hacen los niños, que aprenden el idioma por aproximación, equivocándose continuamente y dando a las palabras un significado creativo y propio.
Esa naturalidad me lleva a otro de los valores del libro: la pertinencia. A menudo olvidamos que el motivo de que algunos genios modernos crearan procedimientos nuevos se debió a que no podían expresar su realidad interior o exterior con los procedimientos antiguos. Esos procedimientos nuevos fueron consecuencia de esas necesidades nuevas, no la causa, por lo que tomarlos sin entender ni pasar por las razones para las que fueron creados suele abocar a escribir poemas falsos o epidérmicos, poemas cuyas piruetas aparecen como decorativas. En Partes, en cambio, todo está dispuesto con pertinencia y Beatriz Monje solo usa las herramientas que convienen a su propósito.
Ese propósito, me atrevo a decir, consiste en escribir sobre su pasado sin traicionar las maneras que tuvo la memoria para confiárselo. Porque ¿no es cierto que solo tenemos recuerdos sueltos de nuestra infancia, la mayor parte inconexos, y que convertir esos recuerdos en una historia hilada es traicionarlos? ¿No es cierto que una persona adulta, madura, conocedora y responsable no es la más adecuada para contar los sucesos de cuando era niña, ignorante, supervital y creativa? ¿No es cierto que a menudo, más que escribir sobre nuestro pasado, escribimos para justificarlo? Por eso uno de los puntos más destacables de Partes es que Beatriz Monje trata de mostrarnos su pasado tal y como le ha llegado, de la forma en que se lo ha suministrado su memoria y por tanto deshilado, incoherente e inexplicable. En este poemario nada se soluciona ni justifica, tampoco se explica, jamás se juzga. La poeta no quiere que su adulta tutele ni corrija a su niña. No quiere atar nada. En todo caso, que sea el lector el que ate lo que desee.
Consigue así un poemario que destaca por la sencillez de su complejidad, por un verso acabado y a la vez naïf donde circula el aire suficiente para que el lector no se sienta esclavizado. Las cuatro partes del poemario están escritas de tal forma que se las puede considerar desde varias perspectivas, con situaciones lo bastante intensas como para ser leídas en vilo, sin necesidad de saber lo que está pasando. Esta maestría técnica sorprende sobre todo porque Partes es el primer poemario de Beatriz Monje.
Se equivocaba aquel profesor cuando decía que Mallarmé había jubilado a las escuelas del decir, porque también esas escuelas poéticas, lejos de clausurarse, experimentaron un gran auge y variedad durante el siglo XX, pero llevaba razón en destacar a aquel poeta francés como uno de los impulsores de las maneras del no decir, maneras que han seguido creciendo y siguen siendo cultivadas por muchos poetas actuales. Poetas como Beatriz Monje, que acuden al misterio sin ninguna intención de resolverlo. Que escriben poemarios como Partes, donde a la Venus de Milo le faltan más de dos brazos. Donde la memoria trabaja de forma natural para no falsear el propio pasado.