"Clic", de Francisco J. Sevilla


Uno va por la poesía actual como Diógenes con su linterna, buscando poetas que no sean conscientes, que no escriban poemas sino que se dejen escribir por ellos, poetas que se hayan salvado de los estragos de la inteligencia y la filosofía, que no vayan por ahí amenazando al poema, cogiéndolo por las solapas para dictarle las dosis y los modos y los adóndes, y en esa búsqueda empieza a desesperarse. Por todas partes se topa, como tara o epidemia de nuestra época, con el poeta-psicólogo de sí mismo, el que escribe en continuo autoexamen como si llevara retrovisores en la nuca, el reflexivo que sabe perfectamente que el poema es un artefacto al que hay que aplicarle unas doctrinas y procedimientos, el que compone artes poéticas transiberianas donde se cree obligado a unir a Habermas con Plotino, y al final uno bosteza, se cansa, pierde los nervios, arroja la linterna... Y entonces Francisco J. Sevilla.

Sevilla o la alegría desbocada. Sevilla o el exceso no premeditado. A Sevilla no me lo imagino con metrónomo ni fusta ni pentagrama, estrujándose las meninges detrás del verso y lamentándose en el caso de que no llegue, sino en espera tranquila y riente de quien sabe que todo acaba saliendo a condición de que no sea pedido. Sevilla conserva lo que siempre me ha gustado de la mayoría de mis poetas favoritos: no suda el verso, nunca lo obliga, lo deja vestirse con la camisa por fuera, se deja arrastrar por él.

En nadie he visto la encarnación del poeta total como en él: Paco Sevilla es igual de poeta ante la hoja en blanco como ante el micrófono como en la conversación más improvisada, al punto de que, algunas veces, y hablando muy en serio, he comentado a poetas de Madrid que se podría vivir muy bien persiguiéndole con una libreta y anotando todo lo que va diciendo, porque el Sevilla que charla con una cerveza al lado es igual de creador, chocante, absurdo, divertido, novedoso. No estoy exagerando: Sevilla es poeta las veinticuatro horas al día y no puede ser otra cosa que poeta. Poeta sin querer, se entiende, poeta sin la mancha burda del adrede.

Todo esto que escribo sería mucho más bonito de decir si lo hubiera visto desde el primer minuto, pero la verdad es que, horresco referens, al principio me asusté un poco con un rasgo de la poesía de Sevilla. En efecto, no podía soportar los generosos errores gramaticales que se cuelan en sus libros. ¿Cómo un poeta de tanta categoría se permitía esos deslices? ¿Qué editores le consentían eso? Un día se lo dije, la anécdota no me conviene pero es ilustrativa:
–Paco, perdona que te diga, pero en este verso tuyo, “Eras como una rosa roja en 1 portaviones”, portaaviones se debe escribir con dos aes.

–Mira, Batania, en ese mismo poema, un poco más abajo, pongo un punto después de un signo de interrogación. Eso no se puede hacer. Y aquí pongo sobretodo junto. Y aquí hay una i griega con tilde. En este libro hay docenas de faltas y me gustan todas.
Ahí es nada. Nos pasamos la vida pidiendo heterodoxias, transgresiones y blablabla pero luego, en el momento en que llegan, ocurre que nos hacen tanto daño a los ojos que nos sacan el animal conservador que ni siquiera sospechábamos. Aquel día salí trasquilado y me fui a casa con la sensación de haber representado el poco deseado papel de Aristarco policial. Desde entonces he aprendido que dentro de la naturalidad de Sevilla figura la aproximación y también el error o, como dice en este libro, “Reivindico / las / faltas / de / ortografía / en / su / totalidad”.

Clic está dividido en 202 universos y 99 sputniks. Los universos son una suerte de poequeños o poemínimos efrainistas, especie de píldoras crujientes que golpean de una sola vez y pueden servir también como material para hacer pintadas o antilemas para campañas publicitarias. Los sputniks, en cambio, son propicios para mayores desarrollos, pero el núcleo que los integra, el átomo principal, participa de las mismas características que el primero. Clic trae la novedad de esa estructura compositiva dual, una estructura bastante coherente en un autor que, hasta ahora, se había significado por la defensa a ultranza de su caos. Entiendo que la mejor estructura es aquella que no desnaturaliza el proceso por el que llegan los versos al poeta, y en ese sentido considero que Sevilla ha acertado plenamente, porque su cerebro disgregado, ocurrente, repentista, halla su mejor acomodo en estructuras breves, fragmentarias, aforísticas. Los poemas de Sevilla, incluso aquellos más largos, son clics, son una sucesión de instantes.

Nadie puede llegar a tanto en el arte de la greguería, del aerolito, del destello, de la metáfora inesperada, de la imagen insólita. Cuando digo nadie no incurro en hagiografía: no conozco a ningún poeta que sea capaz de hacer tantos esguinces con las palabras. Algunos porque no se atreven y la mayoría porque no pueden. Por otra parte, he tenido la suerte de seguir el proceso de construcción de Clic y me he quedado impresionado: entre el primer esbozo y el resultado final, Sevilla ha desechado docenas de poemas enteros y cientos de versos sueltos, lo que indica que este poeta, al que he denominado no inteligente en tanto que escribe sin apriorismos, mantiene en cambio un nivel de exigencia a posteriori altísimo: Sevilla ha prescindido de versos por los que otros menos dotados matarían.

Es el poeta asistemático, el invertebrado, el que empieza por cualquier sitio y luego se asusta del lugar al que acaba llegando. Aunque en este proemio estoy insistiendo en que es un autor no deliberado, en Clic reconozco la constante de la alegría, del amor, todo ello alcanzado de una forma humanísima y con una hibridez gramatical y estilística que sorprende por su grado de rompan filas. También es un libro escrito de forma clara: Clic no cultiva el medio decir sino el decir entero, no la estatua solamente insinuada sino la descubierta a golpes de cincel.

Se lee el libro con el gusto con que se lee toda buena poesía y porque se nota que el autor se ha divertido escribiéndolo. Me imagino a Sevilla como el poeta que se tragó un globo de niño y ahí sigue, con el estómago lleno de helio, volando mucho más alto que nosotros, lejos de nuestras tristezas y aburrimientos consabidos. Si es cierto que se escribe como se es, este poemario está escrito tal como Sevilla respira. No deberíamos decir, por tanto, que Paco Sevilla ha concebido Clic, sino que Clic se ha dejado concebir por Paco Sevilla.

"Mi padre, el rey", de Gsús Bonilla


Nunca le he visto haciendo poses en estos tiempos de poses obligatorias, o pugnando por el cetro de la iconoclasia en esta época de iconoclasias adrede, o forzando el gesto para hacerse el maldito en este siglo de malditos becados por el Ministerio de Cultura. Que haya poetas aún en Madrid que en las reuniones siguen haciendo frases como “pásame la cerveza” o “qué frío hace estos días”, es algo que sorprende y se agradece. Quiero decir: poetas que siguen entendiendo que la borrachera que eleva y dignifica al poeta es la borrachera en la palabra, que la extravagancia más provechosa en literatura es la que se hace frente al portátil, que la mejor manera de hacer el pino, si es que procede, es la que se hace frente al papel en blanco. De ahí que suelo hacer esta afirmación nada arriesgada: Gsús Bonilla es el poeta más iconoclasta que conozco.

En primer lugar, nos hallamos ante un poeta que llega a la poesía en 2006 y se pone a escribir en arrítmico y sin manuales de artesanía preceptiva. Recomendaba Bertrand Russell a sus alumnos de filosofía que no estudiaran la lógica aristotélica por falsa y superada, pero en la poesía siguen mandando los conservadores y su cantinela de primero-hay-que-aprender-las-reglas-para-después-romperlas, por mucho que, si atendiéramos a esa cantinela con el rigor suficiente y nos aprendiéramos todas las carpinterías distintas que han utilizado los poetas desde Homero, no podríamos publicar nuestro primer poema hasta pasados los cincuenta años. Pero esa libertad estilística no significa que Bonilla se haya abandonado al mero facilismo y vagancia de lo espontáneo, en cuyo caso elogiarlo sería propio de irresponsables; al contrario, Bonilla es el hombre que más poetas desconocidos me ha descubierto, pues siempre está pateando bares, acudiendo a recitales y descubriendo blogueros, al punto de que suelo proponerlo como el mejor antólogo posible de estas nuevas generaciones que trabajan entre el blog y el micrófono.

En segundo lugar, y aunque la obra de Bonilla es plural y centimana, una parte seminal entra dentro de lo que se ha venido llamando poesía política, crítica, del compromiso, de la conciencia, no ficción, etc, por decir algunos de sus nombres, pero que viene siendo reconocida general y aunque a regañadientes con el nombre de poesía social. No es que Bonilla se haya apuntado a esta modalidad, no: es que te apuntan sin solicitarlo y con fines espurios, pues la poesía social, que en décadas anteriores disfrutó de un reconocimiento popular, editorial y de crítica extraordinarios, comenzó a diluirse a partir de los años ochenta y se vino abajo a la vez que el muro de Berlín. Cuando Gsús Bonilla se pone a escribir, se encuentra con una poesía social en descrédito: se acusa a sus cultivadores de panfletarios; se les moteja de prosaicos; se les señala su postración a lo extraliterario; se les culpa de ramplonería y empobrecimiento del lenguaje. El rechazo es tan fuerte que afecta a sus figuras más señeras, a las que se rebaja su valoración anterior: Brecht pasa a ser un “populista demagógico”; Neruda es alabado “a pesar” de su parte política y lo mismo ocurre con Alberti; a León Felipe se le desciende a mero recitador o “rapsoda”; a Cardenal o Benedetti se les disculpa con el dudoso elogio de “buenas personas”. La virulencia es de tal calibre en España que desata reacciones insólitas: el poeta zaragozano Ángel Guinda comienza una huelga de hambre en 2006 para denunciar el olvido institucional de Gabriel Celaya y Blas de Otero en el País Vasco; lectores de El País encabezan una recogida de firmas para protestar por la ausencia de Celaya en una antología de los mejores 30 poetas en español del siglo; y hasta el propio Gimferrer, un poeta que cultiva poéticas muy alejadas de estos autores, declara: “El olvido que está sufriendo la poesía de Blas de Otero es una vergüenza”.

En tercer lugar, la poesía social que hace Gsús Bonilla, cuando la hace, es una poesía muy alejada de la que se viene y se venía haciendo, una poesía que sacrifica el mesianismo en favor de una poesía menestral y decidora. Mientras parte fundamental de la poesía social al uso, aquella que más triunfaba, se escribía desde un yo-nosotros protagonista y representativo, el del poeta que, olvidando su pequeñez y las tiradas de quinientos ejemplares que como mucho alcanzan sus libros, se erigía en salvador del orbe y, como si hablara desde un púlpito, hacía frases del tipo “escribo para cambiar el mundo” o “escribo por los sin voz”; pasando a escribir por sistema contra todas las injusticias del planeta, lo mismo el agujero de ozono que el maltrato de perros que el último levantamiento paramilitar en algún poblado situado a quince mil kilómetros de distancia, Bonilla crea un poeta original dentro de las poéticas de su mismo tipo.

Quiero detenerme en este punto porque me parece esencial: desde la publicación de El forro a Menú del día... a día, pasando por Ovejas esquiladas, que temblaban de frío, Bonilla construye un yo adelgazado, familiar, recoleto, con una conexión sujeto-objeto sencilla y no autoritaria, que huye tanto del héroe como del antihéroe y forja una mirada como de ojo cercano y entreabierto. Bonilla no se erige en portavoz ni altavoz más que de sí mismo, y escribe sin dar órdenes o hacer exhortaciones. Para entendernos: en nadie como en él veo una adecuación perfecta de los medios a los fines, pues la poesía social de la tradición era una poesía, en palabras de un verso célebre de Neruda, escrita con “la voluntad de un canto con explosiones”, una poesía que respondía con la violencia de las palabras a la violencia ya existente y por cuya furia el propio Brecht pedía indulgencia a las generaciones futuras. Escribir por la paz con versos de guerra; solicitar justicia con rabia y cólera expresiva; exigir la palabra a gritos; insultar para llegar al no insulto; amenazar para llegar a la no amenaza..., tal era la poesía social prototípica. Bonilla, en cambio, y de ahí señalo su contracorriente, se aleja del poeta-conductor y crea un poeta-ciudadano; prescinde de las llamadas generales y utiliza la ironía y la paradoja; pone freno al patetismo y se aleja del lenguaje de la provocación; abandona los usos carnivoristas y elige los herbívoros. Así como el poema de Blas de Otero dice “Definitivamente, cantaré para el hombre”, Bonilla, más concreto, canta para Susana, para Emilio, para Lourdes. Parece decirnos: “Mirad, sólo soy Gsús Bonilla, pero insisto: los fuertes aplastan a los débiles. Quizá no haya nada que hacer, pero insisto”.

Hay más. ¿Que la poesía de Madrid se juega en los ateneos y los premios y en cuatro suplementos culturales? Pues Bonilla funda un blog, entra en el foro de poesía de Extremoduro y comienza a acudir a las jam session miercolesinas del bar Bukowski. ¿Que la poesía que hace no puede ser publicada? Pues se autoedita y comienza a sacar revistas para otros y en colaboración con otros. ¿Que para ser poeta hay que diseñarse poéticas abstrusas y transiberianas donde es obligatorio citar a Diodoro de Sicilia y a Todorov? Pues Bonilla sigue escribiendo, como él dice, “porque me sale de los güebos”, con un método ametódico que solo se atiene a sus estados de ánimo. ¿Que en los recitales triunfan los poetas con recursos orales amplios y poéticas de la comicidad? Pues Gsús, a pesar de que es un recitador notable, sale al micrófono y dice:

–Perdón, yo tengo un defecto, es que no sé recitar.

Con estos ingredientes, la historia de Bonilla debería haberse asemejado a la de ese gato que se apresta a cruzar una autopista de cinco carriles en su hora punta y no a la del reciente finalista del Premio Nacional de Poesía; pero ocurre que este poeta-gato es un gran poeta, alguien que domina lo conceptual y cuenta con un sentido rítmico progresivo, un hombre que procede por decantación y, mediante una labor de arel y tijera, consigue relámpagos de verdad como panes y peces, belleza desnuda y sencilla y casi nunca alegre. Esa misma crudeza que nace de la entera honestidad en la persona y en el poema le hizo decirme hace unos meses, cuando me habló de Mi Padre, el rey:

–Es que tengo un problema con este poemario, Batania.
–Qué problema.
–Que no se entiende.

Vaya problema. Tenemos a media poetambre buscando entusiasmada la oscuridad y Gsús se incomoda porque “no se entiende”. ¿Y cómo se iba a entender la muerte de un padre, las explosiones interiores que generan en alguien tan cargado de sensibilidad como un poeta? Consigno este detalle para insistir una vez más en la falta de impostura de Bonilla y también como testimonio de los elementos distintivos que aporta Mi Padre, el rey, el menos característico de los bonillanos por lo que tiene de fragmentario y abierto a la mirada del lector, un libro que anuncia un cambio hacia mayores conquistas del lenguaje. Pero este cambio de tuerca, insisto, no ha sido buscado sino encontrado porque Bonilla, como suele decir en algunos recitales tomando una frase del cocinero Ferrán Adriá, “Cuando cocino, no pienso”.

Es el poeta en crudo, el aborigen del verso, el que defiende su naturalidad y huye por igual del esnobismo en la persona y el fetichismo en el poema. Creo que por eso lo admiro tanto, pues yo mismo soy víctima de muchas de esas inercias que vengo denunciando en este prólogo (espero que no de todas), y me sorprende y agrada la fidelidad a sí mismo y la supervivencia libro a libro de este poeta. Bonilla ha prescindido de todas las poéticas y manejos espectaculares, eclécticos y bienvenidos por la mayoría, aquellos que consideran que existe algo de mágico y genial en la confusión de la mente e interpretan la poesía como una embriaguez del espíritu, y se ha recluido en poéticas de la crudeza aun sabiendo que desde el romanticismo el poeta que escribe sobrio y va en busca de la verdad es acusado de plano y pedestre. Por eso sostengo que Bonilla es el poeta más a la contra que conozco. El más transgresor. El más iconoclasta.


"Contra la niebla", de Giovanni Collazos


No se imaginaba ninguno de los tres ladrones que acechaban en Tirso de Molina, cuando se disponían a atracar a aquel transeúnte inerme una semana otoñal de 2010, que la navaja no iba a cumplir en esa ocasión su función intimidatoria y deberían librar una batalla confusa, atropellada, dantesca, donde solo la acción concertada iba a permitirles, después de que uno de ellos fuera derribado de un cabezazo, que la víctima consintiera finalmente en hacer el papel de víctima, aunque fuera a costa de propinarle tal paliza que, perdida la consciencia, el “resistente” quedó en el suelo, en medio de la acera, molido a golpes, abandonado...

Aquel hombre que he dejado en el suelo era poeta. Se llamaba Giovanni Collazos y lo había conocido tres años antes en los foros de poesía, donde me sorprendió desde el principio por el primate que conservaba y defendía con mucho gusto. Cada vez que aparecía algún troll anónimo e insultador en los comentarios de otros poetas, mientras los demás nos esforzábamos por responder a los ataques con respuestas repletas de razones y sinrazones, de pronto aparecía él y decía: 

–Esto no es para hablar aquí. Te reto a debatirlo en la calle, con los puños si hace falta. 

Al de poco tiempo lo conocí en persona y me sorprendió que todo, su pelo corto, su mirada fija, la cara como de revólver, se correspondía con la imagen que me había fabricado de hombre directo, a veces demasiado, como el día en que se encontró a Mario Vargas Llosa en una calle de Madrid: 

–Señor Vargas Llosa, perdone que le interrumpa, me llamo Giovanni Collazos y soy limeño: ¿cómo pensaba usted privatizar la sanidad y la educación de nuestro país, con la pobreza y analfabetismo que existen? 

La anécdota es ilustradora. Delante por primera vez de uno de sus escritores favoritos, le aborda por un lado lateral y político (Vargas Llosa se presentó a presidente del Perú en 1990). Estamos ante un poeta cuyos ídolos juveniles fueron César Vallejo, el Ché Guevara y el poeta guerrillero Javier Heraud, los tres de reconocida filiación marxista. Trabajaba entonces Collazos una poesía de decirse-a-sí-mismo, lo mismo íntima que política, siempre fresca, con un andamiaje coloquial y narrativo donde, además de vetas de Vallejo, iban asomando otros poetas del surco peruano. Con una variedad temática casi nerudiana (escribía a su madre, a su novia, a su pene, a su patria, a sus dos ciudades, a la infancia, a la política nacional e internacional...), pronto comenzó a dudar entre una poesía de la sencillez y otra más cercana a la ruptura gramatical, plagada de imágenes y enriquecida con un léxico mestizo, donde empezó a dar mejores resultados. Pero esta progresiva aplicación de métodos sugeridores e indirectos no solapaban su personalidad, siempre clara, verticalísima. 

–Me encanta Madrid, Batania, pero aquí no hay códigos.
–Qué códigos, Gio.
–Aquí, por ejemplo, si tienes una pelea, tus amigos te abandonan. En Lima no pasa. 

Sin embargo, uno ya sospechaba que toda esta verticalidad tendría que tener sus puntos débiles, máxime en un hombre que escribe poemas. Con el roce que pronto se convirtió en amistad comencé a descubrir un hombre de una ternura infinita que, tan exagerado en su fortaleza, era igual de exagerado en su debilidad. Collazos es una de las personas que conozco con menos facultades para recuperarse anímicamente. Y el problema es que su debilidad, en vez de remitir con el tiempo, aumenta: 

–Batania, estoy mal, tengo que hablar contigo.
–¿Qué te pasa ahora?
–Nada, lo mismo de hace ocho meses. 

Contra la niebla es el libro en el que aparece con mayor nitidez esa mezcla duro/tierno. Collazos es un leocisne, un ciervoceronte, un jilguerofante, un animal fabuloso o mezcla extrañísima de reciedumbre y delicadeza. El poeta que se resiste a los atracos y da cabezazos a los ladrones comienza a recibir los golpes de la realidad ladrona, de los amores ladrones, de la existencia ladrona, en una debacle que comienza en lo amoroso pero cuyo campo magnético se extiende a lo nacional, lo personal y lo metafísico. La tristeza de Collazos se estira y estira hasta que engendra trillizos. El poeta parece decirnos: si el amor fracasa, no solo fracaso como amante sino que fracaso como ciudadano y, además, el mismo planeta Tierra es un mal proyecto. 

Collazos ya venía del frío. Este poeta, que se define como “madrilimeño”, representa la doble tragedia del inmigrante, que nunca es considerado como nacional en Madrid (y no ayuda para ello que la policía le haya pedido los papeles más de cien veces en los últimos años) y es acusado de extranjerizante cuando regresa a Lima, a la manera de la fábula de las cornejas de Esopo. Pero la intemperie de este libro trasciende la extranjería. 

Contra la niebla representa el fracaso de la realidad. Collazos busca una realidad fija y solo logra arenas movedizas. Quién soporta la realidad que devora e infecta, dice en su poema "Valor". Como no obtiene lo que le pide, su mundo se desordena: La verdad nunca acierta con el gusano que se adentra en la aurícula, ni atisba la mueca funámbula de mi alma (Luz de sombra). Y aparece el miedo. Sí. Miedo en el mismo hombre que se lió a discutir con Jaime Bayly en medio de una conferencia. Miedo en el mismo hombre que, en alguna de las numerosas manifestaciones del 15-M a las que he acudido con él, se acerca hasta las vallas que nos separan de los antidisturbios y las empuja porque, en sus palabras, “este es el único lenguaje que entienden”. Miedo en un hombre que es valiente en las cosas visibles pero no sabe luchar contra lo embozado, lo inmensurable, lo intangible. 

Nace así este libro descompuesto, sonámbulo, fracturado, y estos poemas que reflejan esos vaivenes indescifrables. Como el entorno se rompe, se rompe la gramática. Si la existencia es un no-me-entiendo, los versos tampoco tienen, a veces, por qué entenderse, y los significados se multiplican. Al cambiar el orden lógico de las palabras, consigue nuevas posibilidades. Como escribe en A voz en cuello
Hacer de la palabra un multiplicado significante desde su mínima expresión
siempre que derive con la tinta de la duda. 
Alcanza así un poemario que representa la máxima modernidad, en el sentido de que las interpretaciones quedan abiertas, pero no por ello el libro pierde un ápice de emoción o intensidad. Aunque en los últimos años este poeta ha abandonado la poesía más narrativa, la que era predominante en los blogs o en los bares de poetas madrileños, y se ha adentrado en un dificilismo que coincide con sus circunstancias personales de descomposición espiritual, la poesía de Collazos es una poesía viva, como es viva la poesía de Vallejo, Lorca, Rimbaud u otros poetas de los que bebe. 

Es este un elemento en el que me gustaría insistir. Los lectores que se acerquen por primera vez a esta poesía y se encuentren con sus vocablos mulatos y escogidos, la oscuridad de algunos de sus significados y su barroquismo sintáctico, quizá se lleven la primera impresión de hallarse ante un poeta herbívoro y libresco, un cráneo de esos que le ponen arpa y milímetro a las palabras y manejan un ars poeticae de Aconcagua para arriba. Esa impresión, que en parte es cierta, sería una impresión sin embargo incompleta, porque lo verdaderamente esencial en este poeta es el tigre o zarpa desbocada que tiene dentro, un animal de cuyas fauces brotan espumarajos. De ahí que se podría decir, tomando con lazo el poema de Lizano, que Giovanni Collazos, más que un poeta hermético, es un poeta que pertenece a la orden de los mamíferos. 

Aquel hombre que yacía en el suelo de una acera de Tirso de Molina se recuperó de la paliza y volvió a escribir versos. Aunque le tengo dicho que no exponga su vida en vano y deje de responder con cabezazos a la gente, él me sigue insistiendo en que son el mejor recurso en caso de pelea. Quizá sea eso Contra la niebla: un cabezazo contra la poesía notarial, la de los significados resobados y palabras ya dichas. Una renovación animal de los conceptos. Una propuesta rabiosa de nuevo espíritu. 


"Cercanías", de Jorge García Torrego


Se ha salvado. El lector que tenga en sus manos este libro de Jorge García Torrego se va a encontrar con un poeta que se ha salvado tanto del preciosismo retórico como de la pobreza expresiva, lo mismo de la poesía que desprecia la claridad en el significado como de la que renuncia a las fuerzas del idioma. Ya en el mismo primer verso del libro, 
En la muerte se deshacen las vidas como aspirinas sagradas
se propone de manera palmaria la técnica que va a ir desarrollando en el resto del poemario, una técnica que consiste en utilizar las metáforas no para decorar o sustituir sino para iluminar lo que quiere decirse. En este caso que pongo de ejemplo, la unión de dos elementos en apariencia tan disímiles como muerte y aspirina nos alumbra una manera nueva de muerte que se sitúa tan lejana de la descripción estricta como de la imagen extravagante, porque García Torrego, que rehúye tanto lo informativo como lo abstracto o alucinado, no nos cuenta las cosas sino que muchas veces las crea, y eso le basta para ser entre los nuestros un poeta que se ha salvado. Pero antes de nada quizá deba aclarar qué entiendo por los nuestros. Y de qué tenía que salvarse.

Los nuestros
Nosotros pertenecemos a una generación de poetas que llegó al Bukowski Club entre 2006 y 2012 y cuyos integrantes, herederos en algunos rasgos de los antiguos cazurros o juglares de la Edad Media, nos hemos beneficiado de la aparición de Internet y las redes sociales para llegar con facilidad al público. Una de las características principales de casi todos nosotros es que no dominamos o incluso rechazamos la mayor parte del edificio métrico o la tradición poética en español, bien porque nos parece demasiado formal o cursi o restrictiva, o bien porque la manera de enseñar poesía en la escuela nos hizo echar a correr como el lobo de La Fontaine, que sigue corriendo todavía.

Así fue. La poesía del siglo de oro no nos interesaba por sus formas antiguas y la de la edad moderna, con las golondrinas de Bécquer, la espina de Machado, los gitanos de Lorca, los malvas de Juan Ramón Jiménez, la mar de Alberti, el río Duero de Gerardo Diego o la princesa tristona de Rubén Darío, nos parecía una tomadura de pelo o una colección de pamplinas. No digo que esta poesía sea mala sino subrayo que no conectaba entonces con aquellos chicos de doce años con urgencias por hacerse mayores; que era demasiado exquisita y artificial para esas edades de los primeros cigarros y los primeros tacos, cuando bebíamos los primeros calimochos y empezábamos a mirar al otro sexo de manera distinta. Incluso nos repelía. Buscábamos algo más duro. Más auténtico. Seguramente habría sido distinto si nos hubieran mostrado a su debido tiempo la parte tigre o sorprendente de la poesía moderna en español, como el Poeta en Nueva York de Lorca, el Sobre los ángeles de Alberti, el España en el corazón de Neruda, la Rosalía de Cantares gallegos, el Hijos de la ira de Dámaso Alonso, el Otero más político, el Vallejo de Poemas humanos, el Darío metafísico o el Juan Ramón Jiménez tardío, pero esos poemas no los descubrimos con un mínimo de detenimiento hasta segundo de BUP, ya con 16 años, y siempre con la obligación de tener que hacerles el “análisis morfosintáctico”. Por otra parte, la lección de los historiadores antiguos (pienso en Herodoto, Suetonio, Tácito, Plutarco o Diógenes Laercio), que aderezaban el rigor histórico con la anécdota y el chisme más sabroso, parece haberse olvidado y la presentación que se nos hizo de los poetas españoles era poco menos que la de unos santos con catecismo y aureola. En las escuelas españolas, al menos en las de antes, nadie te decía que fray Luis de León tenía un temperamento de mucho cuidado, o que Juan de Yepes se comió literalmente los documentos comprometedores cuando fueron a detenerle los frailes calzados, o que Teresa de Ávila era acusada de prostituir jovencitas, o que Lope de Vega iba amontonando esposas, amantes e hijos; o que Quevedo era cojo, misógino y xenófobo, o que Antonio Machado tenía relaciones sexuales con una niña (Leonor) de catorce años, o que Pedro Salinas debe sus poemas de amor a una infidelidad, o que los del 27 utilizaban la Residencia de Estudiantes para tareas tan instructivas como organizar concursos de pedos para apagar velas. No. Nuestra clase de literatura consistía en un temario beato donde te enseñaban poemas fríos y perfectos escritos por poetas que nunca jamás desobedecieron a sus padres. Y claro.

De ahí que se haya abierto una zanja entre los poetas de otras generaciones y nosotros. Mientras que ellos buscaban poetas apolíneos de tradición española, nosotros leíamos a los intempestivos en (malas) traducciones extranjeras; mientras ellos cultivaban un oído silábico-acentual, el nuestro era sintáctico y colindante con la prosa; mientras ellos hicieron sus primeras armas leyendo la Segunda Antolojía juanramoniana, nosotros buscábamos a Blake, Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Artaud, Ginsberg, Kerouac, Corso, Brecht, Bukowski, Pizarnik, Sexton, Benedetti, Lizano, Parra o Leopoldo María Panero, porque era en éstos donde encontrábamos esa poesía callejera, dura, cortante, a veces crítica, a veces transgresora, a veces vandálica, escrita por locos, rebeldes, borrachos, inadaptados o personas con el cerebro a-punto-de-romperse. Buscábamos una poesía real e intensa. Una poesía de los colmos.

Y de unos extremos pasamos a otros. De una poesía eufónica que para leerla había que quitarle primero el plástico, pasamos a hacer otra que de tan sencilla caía muchas veces en simplona. De usar las setecientas palabras más difíciles del diccionario, todas de hipsípila para arriba, pasamos a usar las setecientas más fáciles, todas de cerveza para abajo. Pasamos de lo virginal y sublimatorio a lo arrítmico y pornográfico. No quiero decir con esto que haya estilos de poesía que sean mejores que otros. No. Y mucho menos quiero denunciar a la poesía narrativa de corte realista, que ha dado y sigue dando en los bares de Madrid algunos poetas estupendos, tanto en su vertiente oral como en la escrita. Pero cuando acudes a una jam session y te encuentras que, siguiendo la naturaleza imitativa del ser humano, el 90% de los poetas que recitan no se atreven nunca a romper la sintaxis, tienen miedo a las miedáforas y piensan que las imágenes son cosa de Instagram, te dices: aquí hay un problema. Y cuando te das cuenta de que por cada poeta decente que sale en esta línea surgen diez que no solo son deplorables sino una palabra más grave que todavía está por inventarse, te dices: aquí hay un problema grande. Y justo de ese riesgo es del que hablo. El riesgo del que hay que salvarse.

Cercanías
Y García Torrego se salvó, claro. Comenzó como todos: lo recuerdo viniendo a las sesiones de Crítica Feroz del bar Dinosaurio con unos poemas sociales meramente contenidistas, ausentes de veneno y lirismo, que fue abandonando a medida que acumulaba lecturas y empezaba a frecuentar a otros poetas lejanos al circuito de los bares, detalle este inusual en la mayoría de los poetas. Al de muy poco comenzó a aparecer con poemas donde ya hacía esguinces al idioma, como apuntándose a aquella definición de Jacobson según la cual la literatura es una violencia organizada que se hace sobre el lenguaje ordinario, y ya en 2014 publicó Ojo y ventana (Canalla Ediciones), donde se vislumbran embrionarias todas las maneras de decir que salen ampliadas y mejoradas en Cercanías.

Cercanías está estructurado en seis partes, las tres últimas sobre los vaivenes del amor, y trae de novedad con el poemario anterior, además de la mejora en la carrocería de los poemas, la estructura más firme y la visión más profunda. Esto de la visión me parece muy importante y es un elemento que echo en falta en la mayoría de los poetas actuales. Cuando hablo de visión hablo de sustancia. En efecto, aparte de las maneras de decir, ¿qué proyecto de existencia me propone el poemario, si es que tiene alguno? ¿Qué raíces guarda con el pasado? ¿Con qué otras disciplinas establece conversación? ¿A cuántas capas de lo humano afecta?

La clave la da el propio nombre, Cercanías. Parece decirnos JGT que todo en este mundo, lo mismo lo físico que lo metafísico, la amistad que el amor, el trabajo o la política, Miraflores que Torrelaguna, Madrid o España o el planeta Tierra, en el momento en que uno se preocupa por ellos y los quiere, se convierten en cercanía. Y es el ojo del poeta, el de cada uno, el que elije lo que es cercano de una forma discriminadora y asimétrica, basada sobre todo en criterios de amor y justicia. Por eso el poeta se refiere de forma negativa al capitalismo o a la patria, a los mandamases o a los explotadores, a los que encuentra lejanos, y en cambio encuentra cercanos a los inmigrantes porque, como dice en el epígrafe de un poema: “mirarse en los ojos de otro / que no conoces / que no conocerás nunca / y saber que es tu hermano, / que siempre lo ha sido”. Parafraseando y negando a Nietzsche, podríamos decir que JGC siente el bien más acá. Y el mal más allá.

Consigue así un poemario donde el pluralismo es a la vez monismo, con vasos comunicantes que desembocan en una unidad de que la se extraen varias consecuencias, pues nos está diciendo García Torrego que, en puridad, no existe una división entre lo público y lo privado o entre lo barrional, lo nacional y lo universal, lo mismo que no existen diferencias esenciales entre la familia, el amigo, la novia o el trabajador de Indochina, y que el único dualismo existente es, en todo caso, el que se establece entre los que tratan de vivir y los inicuos y depredadores que no nos dejan vivir, sean de donde sean, ocupen la categoría que ocupen. Y logra esto utilizando un lenguaje que marca distancias tanto con los que elevan el registro poemático porque desprecian al lector como con los que lo rebajan tanto que parece que lo toman por tonto. JGT rompe la sintaxis, utiliza metáforas audaces y asociaciones insólitas, adjetiva sustantivos y sustantiva adjetivos, pero siempre lo hace a la luz y con los pies en el suelo: puede torcer y retorcer el lenguaje pero nunca al punto de hacer dificultoso su significado.

Vivíamos dudando entre el violín y el tambor cuando llegó Jorge García Torrego. Allí donde empezaba a sonar lo mismo se puso a sonar distinto. En Cercanías se acaba el enfrentamiento entre la ilustración y el romanticismo y la polémica entre Lukács y Brecht deja de tener sentido. Este poeta no se ha entregado por entero ni a la res ni a la verba de Horacio y ha preferido aunarlas con maestría. Lo ha conseguido y por eso sostengo que se ha salvado. Se ha salvado el poeta y se ha salvado la poesía.


"Los chicos del vertedero", de Toño Benavides


¿Qué pensaríamos de alguien que fuera al trabajo diario con jubón, gorgueras o birrete? ¿De un pintor que se dedicara en el mismo 2012 a pintar en figurativo bodegones y vírgenes y cristos Pantocrator? ¿De un soldado que intentara derribar los F-18 con piedras y tiragomas? Por decirlo en más preciso y canalla, ¿qué pensaríamos de un poeta actual que insistiera en encajar las floristerías y metáforas agrícolas antiguas en los raíles métricos de hace cinco siglos, aquellos que surgieron en un mundo de orden, perfección y eufonía, y, dándoles un mero barniz de ahora mismo, los publicara sin descomponer el gesto en el mundo heterogéneo y caótico de hoy, un mundo donde la población no vive entre zagales y flores de romero sino entre semáforos y decibelios y destellos de escaparates? Las preguntas traen veneno pero en este caso son ociosas, porque ha llegado Toño Benavides con Los Chicos del Vertedero.

He aquí un libro escrito con unas maneras actuales y actualizadas. Se mueven Los Chicos del Vertedero entre tubos fluorescentes, cables eléctricos y una cadencia versicular y vertiginosa propia del mundo urbano de hoy. El ritmo no es del acento ni la sílaba sino el desaforado y amétrico de la turbina, los hilos de cobre y los electroimanes, los quioscos y los rayos infrarrojos. Hasta cuando aparecen animales se trata a veces de animales tecnificados (coches-caimán, pájaros de acero). Toño Benavides mezcla verso y prosa, inventa su ritmo y trata de enseñar a escucharlo, como si prestara al lector unas orejas nuevas e insólitas. Por supuesto que todo esto ya se ha hecho en mayor o menor medida por otros poetas que le preceden, pero en ninguno lo he visto con la meticulosidad y falta de pose de este poeta.

No se trata de modernez sino de modernidad. Cuando los futuristas y ultraístas, hace casi cien años, sublimaron el mundo mecánico y llenaron sus poemas de tranvías, telégrafos y automóviles, fueron acusados de mero deseo de epatar y la acusación era en ocasiones bastante pertinente, porque en aquellos tiempos el mundo seguía siendo mayoritariamente rural y no globalizado. Pero que en 2012 media poetambre continúe parada en el utillaje esencial de Garcilaso no tiene más explicación que el conservadurismo de gran parte de la lírica española en los últimos cincuenta años, conservadurismo que hace que los poetas actuales recuerden a veces a aquel loro del Orinoco, que, al decir de Humboldt, hablaba la lengua de una raza humana extinguida.

Nada de eso ocurre en este libro, que puede disfrutarlo lo mismo un catedrático que un lector no especializado. En Los Chicos del Vertedero, salidos de un escenario que puede ser cualquier ciudad de Occidente, la modernidad no está buscada por esnobismo sino que es tan natural como la famosa carta robada de Poe, tan difícil de encontrar y sin embargo a la vista de todo el mundo. Es el poemario en que más y mejor he visto retratado el espacio tecno-urbano, desde un punto de vista que además es sorprendente, pues Toño Benavides no se refugia en ningún romanticismo o adanismo roussoniano. Mientras muchos artistas siguen sosteniendo una pelea contra la técnica y siguen presumiendo de no saber cómo se utiliza el mando a distancia, Benavides rinde un homenaje tan grande al maquinismo y al asfalto que yo mismo he llegado a decirle:

–Toño, veo tanta lujuria en el detallismo con que describes la ciudad moderna que hasta me parece una defensa del consumismo...
–Sí, es que la ciudad y la técnica me fascina. Hasta me encantaría vivir teniendo por horizonte un paisaje de fábricas y chimeneas, con eso te digo todo.
–Creo que esto no le gustaría mucho a los ecologistas.
–Es que la épica no es moral, Batania.

La épica de Benavides no es moral sino exagerada, centelleante, voltaica. La épica es épica. A veces aparece en esta epopeya la crítica y la denuncia, pero es una crítica que acusa y denuncia sin señalar, sin hacer juicios descalificadores. Es el lector el que descifra la denuncia de acuerdo con lo que va leyendo, pero la función poética siempre queda a salvo y por encima. El poeta señala a la ciudad actual como centro de las enajenaciones y enumera los valores castrantes de la civilización capitalista, pero no propone una vuelta a Altamira o a las casas comunales de los iroqueses, sino que funda una vanguardia alucinada de seres sensitivos, Los Chicos del Vertedero, que recuperan los valores esenciales de los seres humanos y se lanzan a por un nuevo futuro urbano lleno de síes, un futuro donde se sienta con más fuerza el amor y la velocidad.

El poeta se sumerge en el inmenso bataclán de la vida moderna y se lo apropia, poetiza el bullicio y lo estira, se adentra en el carnaval diario y lo lirifica, crea belleza entre la polución y la chatarra. Este es un aspecto que me gustaría destacar, pues es muy sencillo escribir con las setecientas palabras de cien euros para arriba sacadas de la tradición o los diccionarios, palabras que nos vienen domesticadas desde hace muchos siglos, con las acepciones literarias habituales y las eufonías obligatorias, y otra cosa muy diferente y mucho más difícil es adentrarse en un campo semántico y léxico apenas explorado, compuesto de materiales de derribo o supuestamente antipoéticos, como sacados de las Páginas Amarillas, y extraer de esa parcela de ruido algo que suene distinto y lírico. Esto no se podría conseguir si al poeta no le asistiera un oído extraordinario y una gran capacidad metafórica, esto es, un talento poco común. Talento que se manifiesta a la hora de combinar los vocablos técnicos con los no técnicos, las partes coloquiales con las líricas, lo descriptivo con lo narrativo, los sonidos ásperos con los suaves, o el acierto continuado cuando se debe cambiar de verso o cortar las simetrías.

Consigue así este libro quemante, mestizo, voluntariamente caudaloso y desflecado, que se lee como se leen los libros que se han gozado escribiéndolos. A veces me recuerda a Lêdo Ivo o a Allen Ginsberg, a veces me suena a Blade Runner o Mad Max, algunas a los himnos de Queen o U2, pero siempre me sabe a Toño Benavides. Quizá lo que voy a decir a continuación pueda molestar, porque sé que la palabra “disfrute” no es considerada por muchos como un valor dentro de la poesía, pero he disfrutado tanto leyendo este libro como cuando voy al cine, veo fútbol, escucho música o leo cómics. Tiene esto mayor mérito por cuanto el poemario, que a ratos es muy complejo, contiene estancias que no he entendido pero en las que me ha pasado lo que sólo me ocurre con los buenos poetas, esto es: no sé con exactitud lo que estoy leyendo pero me lo paso bien, soy llevado y poseído, arrastrado por la atmósfera y la potencia del libro.

En las palabras que sirven para abrir la obra, Benavides continúa un fragmento de Chuck Palahniuk, aquel que comienza “En el mundo que imagino”, por lo que me voy a permitir lo mismo para rematar este prólogo. En la poesía que imagino, los poetas dejarán de nutrirse con preferencia de la historia de la poesía y beberán de las fuentes más insospechadas y corruptas. Abandonarán los diccionarios al uso y extraerán las palabras de los catálogos de revistas, de las guías del ocio, de las facturas y las multas, los callejeros y las etiquetas, los prospectos de los medicamentos y los documentos extraídos de la vitalidad más crujiente. En la poesía que imagino, los poetas que se amolden como el fósil a la pizarra y sigan utilizando los ritmos y formas consabidas serán procesados por plagio, y en los escritorios de los nuevos poetas colgará este letrero: “EL QUE SÓLO SABE DE POESÍA NI SIQUIERA SABE DE POESÍA”. Se leerán los poemas con una cerveza o una bolsa de palomitas en la mano, y nadie considerará la lectura de poemas como algo imprescindible o un ejercicio espiritual superior digno de engolamiento. En la poesía que imagino los libros se distinguirán tanto entre ellos como Los Chicos del Vertedero se distingue del resto de los libros, los poetas serán tan diferentes entre sí como Toño Benavides del resto de poetas, y la poesía será lo mismo que siempre pero como nunca, lo mismo que antes pero como ahora, igual que en otros siglos pero con el aire imantante y multiforme del siglo XXI.

"Incendiario", de Bárbara Butragueño


NO DESCUBRÍ hasta muy tarde que el material explosivo de que está hecha la poesía de Bárbara Butragueño no se apartaba una mosca de la verdad, cuando mi vida empezó a desintegrarse y me sentí reflejado en la leonera asfixiante de sus versos. Hasta entonces había contemplado el talento y encanto personal de esta poeta con una parte de entusiasmo y otra de reticencia, pues había algo en su espectáculo sucesivo de azúcar y petróleo que me descuadernaba, me sonaba a falso y no me creía. ¡Y cómo iba a creerme que aquí mismo, en la Madrid contemporánea de cristal y aluminio, una chica que irradiaba cachitos de alegría por los ojos y no había dispuesto en su vida más que de todo, escribiera unos poemas de sótano y a-punto-de-romperse, como si viviera entre los coches-bomba iraquíes o las hambrunas de Mogadiscio!

Esa sensación contradictoria de éxtasis y suspicacia que me dejó su primer recitado se repitió en los siguientes, pues una de las cosas que nos sucede a algunos con esta poeta es que incubamos mitomanía y la seguimos como si fuera una estrella, igual que otros siguen a Bruce Springteen, Lionel Messi o Julia Roberts. Eran tiempos aquellos en que, cada vez que me preguntaban qué poeta o poetas madrileños me gustaban, siempre respondía “Bárbara Butragueño y los demás”, a pesar de la sospecha que ya he referido, que se fundaba en lo que acontecía en sus actuaciones, en los que una chica de cuarenta y pocos kilos a quien la palabra deliciosa se le quedaba corta, luego de apoyarse en un codo y luego en el otro, aparecía ante nosotros con una sonrisa acordeona, y, jugando a fragilísima de dientes de leche, tomaba el micrófono para, de pronto, no sé cómo explicarlo, ponerse solemne y sacar desde dentro, no de las cuerdas vocales sino de sus carboneras, una voz perturbadora, dolorosa, una voz con algo de firme y algo de tambaleante, despaciosa y a veces atropellada, impropia de su cuerpecillo de gorrión con sombrero, para comenzar, por ejemplo:
Nadie nunca me enseñó a llorar
y sin embargo parece que el llanto me perteneciera
[que mi cuerpo fuera el único epílogo posible
Y pasaba a desmenuzar todas las variedades de color negro que había logrado aislar hasta entonces, recitándonos durante cuarenta minutos un extenso catálogo de fríos, incomunicaciones y desastres personales que solo eran interrumpidos por sus risas y por los aplausos de la concurrencia, que iban creciendo de poema en poema hasta que estallaban en la ovación final. Recuerdo que me nacía un poco de vergüenza ante aquel espectáculo y eso que este prologuista era de los que más aplaudía: ¿Una chica de diecinueve años nos refiere sus miedos y muérdagos y nosotros, en lugar de consolarla o animarla o disuadirla, rompemos a aplaudir y sonreímos y la jaleamos, como si lo escuchado fuera motivo de celebraciones?

No la aplaudíamos por eso, claro, porque los temas que trataba Butragueño en esa época eran los típicos de otros poetas de su edad cuando descubren la poesía como purgante, en el momento que sufren sus primeros fracasos amorosos o sus primeros naufragios ahora-que-la-vida-va-en-serio. Pero aquí es donde surgía la diferencia: mientras otros se limitaban a registrar, esta poeta creaba; donde otros, poseídos por la urgencia de contarse, relataban linealmente, Butragueño metaforizaba; donde la mayoría acababa en meras eyaculaciones emocionales de un subjetivismo superficial, en BB se elevaba a poesía. Decía Breton, para responder a los críticos que acusaban a la escritura automática de acercar la poesía “a los imbéciles”, que a un imbécil solo se le ocurren cosas imbéciles y a un inteligente, en cambio, se le ocurren cosas inteligentes. De BB no aplaudíamos sus enfermedades, que son comunes a todos, sino la manera de recrearlas: aplaudíamos su talento.

Llamo talento a decir aguacate o papaya en lugar de pera o manzana cuando alguien te pide de repente que le digas una fruta. A decir Auxerre y no París cuando te piden una ciudad francesa. Llamo talento a la desenvoltura para lo insólito, a la naturalidad para lo raro, al puntillismo de lupa extrafina. En la poesía, el talento lo descubro también en la facilidad para aunar el sonido con el sentido, y eso es precisamente lo que le ocurre a ella, que al principio escribía muy rápido y sin embargo conseguía unas cadenas fonológicas muy buenas, sin apenas arritmos, y sabía cambiar de verso en el momento adecuado y por pura facultad intuitiva, mucho antes de que descubriera por sí misma que el poema es un artefacto de palabras y no solo una cadena de inspiraciones.

Para entonces ya empezaban a adelgazarse mis suspicacias sobre la “trampa” de esta poeta, lo que llamé una vez el “mercadeo de autolástima” que se traía con sus poemas, y todo porque mi propia vida cambió a peor y noté que su poesía, que a priori parecía la tragedia-de-Bárbara-Butragueño-contada-por-sí-misma, empezaba a estar como escrita a medida de lo que me pasaba, y empecé a sentir como mías sus ciclotimias y descomposiciones psicológicas. Mientras me mantuve pleno de vigor y salud no la entendía, pero cuando me hallé enfermo empecé a sentirme identificado y me dije cuidado, mucho cuidado. Cuidado con lo pretendidamente íntimo que se vuelve social y empieza a penetrarte, te hace daño.

Incendiario es el primer libro de esta poeta y contiene poemas escritos entre los veinte y los veintitrés años. El tema principal es Bárbara y su relación con el otro, la dificultad y fracaso con el otro, el amante sobre todo, y el lector se encontrará con un extenso álbum de alcatraces ciegos, leopardos en muletas y puñados de harina negra. La poeta se va a ir quitando las capas una a una y nos va a detallar todas las fases del hundimiento de sus torres putrefactas. Es un libro circular poco recomendable para claustrofóbicos, pues es una mujer que escribe a una temperatura alta y sólo cuando se siente en crisis o asediada. Una vez la definí como una poeta tan hacia abajo que había ampliado las vistas de su casa con catorce nuevos sótanos, pero ahora me gusta imaginarla con la imagen del relieve asirio de la leona herida, aunque las flechas que recibe esta leona son raras, porque se las lanza ella misma, y las heridas que se causa son tan bellas como profundas.

Quiero detenerme en este punto de la profundidad, pues he señalado en párrafos anteriores el buen oído de Bárbara, la capacidad metafórica y la factura técnica de sus poemas, elogios que muchos otros le han prodigado desde el principio, pero si a estas virtudes no se le une aquello que pedía Unamuno, “pensar alto y decir hondo”, en mi consideración el poeta queda incompleto. Incendiario se salva de este defecto porque BB, aunque nos plantea su caso aparentemente subjetivo e individual, no se queda en el relato de los síntomas o la mera autopsicología, sino que consigue trascender y que su caso sea el caso de todos, pues da tantas vueltas sobre sus cadáveres que el lector, una vez acabado el libro, se plantea problemas filosóficos o existenciales. En efecto, ¿es el ser humano una duda entre dos polos, la entrega y el egoísmo, y sería por tanto un híbrido complicado de altruista asocial o lobo filántropo? ¿Por qué los otros son en ocasiones tan cercanos y otras veces, como ella dice en un poemario distinto, “tan otros siempre”? ¿Estamos enteramente predeterminados o gozamos de un mínimo de libertad y posibilidad de cambio? Por otra parte, Incendiario, cuya vocación de negrura es tan evidente que parece el traslado al verso de la máxima sartriana “El infierno son los otros”, también ofrece suficientes respiraderos para la esperanza, pues la insistencia de la poeta en reconducir sus relaciones o intentar otras nuevas hace que sea la refutación de esa frase y se pueda decir, aunque en tono más bajo, que el paraíso son los otros.

Bárbara Butragueño es un incendio continuo, una poeta siempre ardiente, un no-me-entiendo constante. En la Madrid de siglo XXI, esta mujer de especial sensibilidad sufre para realizarse y considera la ciudad como la jungla de las enajenaciones, una prisión donde le es imposible establecer lazos duraderos con sus semejantes. En Incendiario se cuenta a sí misma y nos cuenta a todos los que hemos sentido la lejanía de los otros, la felicidad convertida en un megaterio. Es un libro para lectores sanos, que apreciarán sobre todo su belleza, y para lectores enfermos, que sentirán sobre todo su verdad.

Crónica mulata de dos pintadas en homenaje al poemario "Guerra de identidad", de Déborah Vukušić


Madrugada del miércoles. Tres en tedio de la mañana. La mano neorrabiosa toma dos aerosoles y sale a la calle, donde las farolas calvas percuten contra el tiresias de la noche. Propósito: hacer feliz a la poeta Vukušić durante tres minutos. Razón: tributar homenaje a su poesía. Estrategia: acudir a la calle Batalla del Salado y pintar en las paredes dos versos de su libro Guerra de Identidad (Baile del Sol), saludado en algunos espacios como uno de los mejores de 2008. El ojo cachicuerno solo ha visto tres veces a la actriz Vukušić y no sabe dónde vive, pero se lo juega todo a la última página de su poemario, donde se puede leer: ahora vivo en Madrid/en batalla del salado/me debato paralelamente/entre un paseo por las delicias/y santa maría de la cabeza.

Las zapatillas rotas del neorrabioso parten de Pacífico y se tuercen por un circuito alternativo. Primera regla del grafitero: no camines nocturno y con aerosol por las arterias principales de tu ciudad, porque se ofrecen al viboreo continuo de los vehículos policiales. Mientras fatiga las aceras de la calle Andalucía y la calle Granada, su cerebro disgregado piensa: la calidad de Guerra de Identidad se prueba en que no se acaba en el momento de leerlo, sino que sigue creciendo después de su lectura.

El grafitero sale siempre a partir de las tres de la mañana porque sabe que en ese momento se retira el último turno de policía y la ciudad se queda con un número residual de patrullas. Por eso camina alegre, seguro de sí mismo, y va saboreando el engranaje poético de la traductora Vukušić, en cuya obra los versos valen menos que los poemas y los poemas valen menos que el conjunto. Casi no hay versos memorables en este libro memorable: he aquí un detalle de la destreza con que está escrito. Un poema de la animadora Vukušić, aislado, se cubre de orfanatos; pero unido a sus hermanos hace macramé, se trufa de galerías y estalla en sinergias hacia todas partes. Los sesenta y nueve poemas que integran Guerra de identidad se hablan entre ellos y continúan hablándose cuando se cierra el libro.

Las suelas neorrabiosas ya pisan Batalla del Salado y el grafitero está nervioso. Sus normas de seguridad le impiden hacer pintadas en lugares que no conoce, por lo que toma precauciones: deja los dos aerosoles debajo de un coche y comienza a estudiar las características de la calle. Mientras busca paredes adecuadas reflexiona sobre los tres conflictos de Guerra de identidad: un conflicto personal, un conflicto familiar y un conflicto nacional. Entre la paz en Galitzia y la guerra en Croacia, entre un padre y una madre separados, entre el desencanto de la juventud y la pérdida de la infancia, la filóloga Vukušić se debate y coaduna con maestría los tres escalones. El libro es un cuerno de la abundancia para los poetas que cultivan la confesión o el testimonio, también para los que menudean en lo social: sin caer en la pornografía de sentimientos o en la denuncia más obvia, la locutora Vukušić elige para contarse aquello que linda con lo humano universal. Con su disfraz del yo y en este lugar y a esta fecha consigue llegar al nosotros que trasciende los lugares y los calendarios.

Llega el momento culminante. El ojo cachicuerno espiga dos de las cinco paredes que le han gustado y comienza a pintar los versos. Mientras rocía con su Pinty Plus negro de dos euros el verso ¡la tele dice eurípides!, piensa en la poesía sin querer de la gallego-croata Vukušić, conseguida con procedimientos aparentemente analfabetos. El libro está escrito con ternura de niña y cerebro de adulto; opera con ideas y cosas; su lenguaje es sencillo y narrativo; alterna brutalidades y delicadezas; hay vivos y muertos, violaciones y hasta asesinatos; encantaría a Saint-Exupery y a Roberto Benigni, también a Carlos Williams, seguramente a Pessoa. Concluida también, con aerosol blanco, la segunda pintada Dale una máscara y dirá la verdad, frase guiño a Oscar Wilde, el poenauta piensa en los rastros en forma de canciones, frases o citas que ha colocado con intención venenosa la monitora Vukušić: Guerra de Identidad abunda en detalles para que el lector pueda comprender los materiales con que se ha construido su modo de verdad, y lo hace sin caer en el sudor burdo e innecesario de la explicación.

Después de firmar las pintadas con neorrabiosic, otro homenaje, el grafitero da el trabajo por terminado y respira. Aunque sus pintadas nocturnas se le hacen una forma de erotismo, esta vez no ha disfrutado: Batalla del Salado es una calle difícil y nada erótica, porque siempre hay tráfico, casi no hay coches aparcados donde ocultarse y existe un cuartel de la Guardia Civil. Gracias al cielo, piensa, no tendré que volver por aquí hasta que se publique Perversiones y Ternuras, el próximo libro de Vukušić, la presentadora.

Camino de vuelta, toma las calles principales de Paseo de las Delicias y Avenida Ciudad de Barcelona, porque se ha deshecho de los aerosoles y ya no corre ningún peligro. No puede dejar de pensar en Guerra de Identidad y la tía susaniña, los cromos, la goma, rayuela, las olas gigantes que no ahogan, Dinastía, Naranjito, las canciones y frases gallegas y croatas, el bitter kas de su padrastro, toda esa guarnición de la nostalgia que rocía de encanto el libro y lo convierten en un canto a la vida y a la infancia; no puede dejar de pensar en las cargas de profundidad en forma de verso que se disponen con mano maestra, como la abeja con orejas de lobo, la abuela como madre, la madre como padre, el padre que empieza balonmanista, continúa pintor y luego militar, la base croata de Venecia, el tío con quien habla en inglés o en francés, Gabran y sus frases en croata que no entiende bien, donde la dobladora Vukušić llega a la audacia de insinuarnos que hay formas de comunicación anteriores y superiores al lenguaje... Al poeta neorrabioso le emociona este libro y lo sitúa en la punta más alta de la poesía joven madrileña: se lo ha leído cinco veces y acostumbra a guardarlo al lado de una navaja corta, para tener alejados a los poetas pobres o ladrones del extrarradio.

Sólo cuando llega a casa el grafitero comienza a pensar en la posibilidad del ridículo: ¿y si la profesora Vukušić no vive en Batalla del Salado? ¿Y si solo es una licencia annesextoniana como otras que ella misma ha confesado y justificado? ¿Y si es verdad pero sale a la calle y no ve las pintadas? ¿Y si las brigadas de limpieza las borran antes de que alcance a leerlas?

La solución a sus dudas llega muy pronto. A las 20:04 del mismo día, Vukušić publica una entrada en su bitácora en la que se puede leer el siguiente extracto: hoy me han hecho el regalo más bonito del mundo y voy riéndome por la calle como saltando sobre los charcos o corriendo bajo la lluvia o bailando bajo este sol y la gente se contagia, irremediablemente, la gente se contagia. batania me ha hecho el regalo más bonito del mundo. La entrada no viene firmada ni por la gallega ni croata ni traductora ni profesora ni monitora ni actriz ni poeta ni filóloga ni dobladora ni locutora ni presentadora ni las otras ocupaciones que se pueden leer en la solapa de su libro. Viene firmada por Déborah Vukušić. La persona.

¡Maldito Batania, otra vez te saliste con la tuya!

"Partes", de Beatriz Monje


Conocí a un profesor de literatura que sostenía que todo poeta escribe viejo si no ha aprendido aún la lección de Mallarmé, poeta que a su juicio había jubilado las formas poéticas cerradas, explicativas, propias de un mundo anterior muy seguro de sí mismo, aquel que estaba ordenado en cielo e infierno, buenos y malos, verdad y mentira, y había fundado las escuelas poéticas abiertas, las maneras del no decir, de la sugerencia, de la ambigüedad, de lo fragmentario, de lo no entendido, aquellas que no lamentan que a la Venus de Milo le falten los dos brazos sino que consideran que esa ausencia acrece su encanto y misterio. Y he aquí que Beatriz Monje nos presenta Partes, un poemario donde predomina lo tácito, lo adivinado, lo inexplicable.

Existe en Partes una preocupación para que nada suene autoritario o definitivo. El libro, de un confesionalismo muy minorado, nos ofrece un itinerario personal intenso donde se pone especial cuidado en no caer en la obscenidad o en lo explícito, ni siquiera cuando se nos refieren algunos capítulos turbios y hasta de violencia, como si la poeta llevara un metro o plomada que fuera midiendo los niveles que no pueden sobrepasarse.

Es un poemario complejo y a la vez natural, construido con nodos que establecen comunicación no siempre lineal entre ellos, donde la aparente narración de la infancia se convierte en una narración de la familia y de la vida más amplia. El poemario funciona por flashes superpuestos, pequeñísimas escenas llenas de preguntas, conversaciones o descripciones que van hacia delante o hacia atrás sin mapa nítido que lo regule. La voz que lo cuenta es igualmente plural y va cambiando del nosotros al yo o a un relator invisible, construidos para que los distintos estratos familiares conversen entre ellos, se intercambien o incluso lleguen a fundirse.

Quiero insistir sobre el valor de la naturalidad. Un defecto que a mi juicio arrastra la poesía desde su nacimiento es que el poeta suele olvidarse del motivo del poema para abandonarse al poema mismo: que olvida su vivencia personal para entregarse a unas reglas estilísticas o amoldarse a lo que históricamente han escrito otros poetas sobre ese motivo. Esto vuelve a mucha poesía predecible, arquetípica y artificial. Pero este defecto, que insisto en que es una opinión personal, se multiplica por tres en el caso de los poetas que suelen escribir con métodos indirectos. Mira cómo rompo la sintaxis, parecen decirte. Mira cómo dejo datos escondidos. Mira cómo coloco alusiones nada casuales. Mira cómo destruyo la semántica. Y aunque los resultados en ocasiones consiguen ser buenos, no dejan de estar acompañados de una pedantería un poco desagradable, un adrede que no aparece para nada en Partes, que consigue salvar así la complejidad que lo recorre.

En efecto, cuando pensamos en los tiempos en que éramos niños, sucede que nos infantilizamos, que la persona que fuimos invade al adulto que somos. De ahí que una de las bellezas del libro sea el cubismo/simultaneísmo de sus voces. También se utiliza ese recurso por algo tan elemental como que una madre lleva dentro mezcladas a la hija y a la nieta que sigue siendo. Y que la autora rompa a veces la sintaxis o huya de la semántica sucede por el sencillo motivo de que eso es precisamente lo que hacen los niños, que aprenden el idioma por aproximación, equivocándose continuamente y dando a las palabras un significado creativo y propio.

Esa naturalidad me lleva a otro de los valores del libro: la pertinencia. A menudo olvidamos que el motivo de que algunos genios modernos crearan procedimientos nuevos se debió a que no podían expresar su realidad interior o exterior con los procedimientos antiguos. Esos procedimientos nuevos fueron consecuencia de esas necesidades nuevas, no la causa, por lo que tomarlos sin entender ni pasar por las razones para las que fueron creados suele abocar a escribir poemas falsos o epidérmicos, poemas cuyas piruetas aparecen como decorativas. En Partes, en cambio, todo está dispuesto con pertinencia y Beatriz Monje solo usa las herramientas que convienen a su propósito.

Ese propósito, me atrevo a decir, consiste en escribir sobre su pasado sin traicionar las maneras que tuvo la memoria para confiárselo. Porque ¿no es cierto que solo tenemos recuerdos sueltos de nuestra infancia, la mayor parte inconexos, y que convertir esos recuerdos en una historia hilada es traicionarlos? ¿No es cierto que una persona adulta, madura, conocedora y responsable no es la más adecuada para contar los sucesos de cuando era niña, ignorante, supervital y creativa? ¿No es cierto que a menudo, más que escribir sobre nuestro pasado, escribimos para justificarlo? Por eso uno de los puntos más destacables de Partes es que Beatriz Monje trata de mostrarnos su pasado tal y como le ha llegado, de la forma en que se lo ha suministrado su memoria y por tanto deshilado, incoherente e inexplicable. En este poemario nada se soluciona ni justifica, tampoco se explica, jamás se juzga. La poeta no quiere que su adulta tutele ni corrija a su niña. No quiere atar nada. En todo caso, que sea el lector el que ate lo que desee.

Consigue así un poemario que destaca por la sencillez de su complejidad, por un verso acabado y a la vez naïf donde circula el aire suficiente para que el lector no se sienta esclavizado. Las cuatro partes del poemario están escritas de tal forma que se las puede considerar desde varias perspectivas, con situaciones lo bastante intensas como para ser leídas en vilo, sin necesidad de saber lo que está pasando. Esta maestría técnica sorprende sobre todo porque Partes es el primer poemario de Beatriz Monje.

Se equivocaba aquel profesor cuando decía que Mallarmé había jubilado a las escuelas del decir, porque también esas escuelas poéticas, lejos de clausurarse, experimentaron un gran auge y variedad durante el siglo XX, pero llevaba razón en destacar a aquel poeta francés como uno de los impulsores de las maneras del no decir, maneras que han seguido creciendo y siguen siendo cultivadas por muchos poetas actuales. Poetas como Beatriz Monje, que acuden al misterio sin ninguna intención de resolverlo. Que escriben poemarios como Partes, donde a la Venus de Milo le faltan más de dos brazos. Donde la memoria trabaja de forma natural para no falsear el propio pasado.

"La habitación del extranjero", de Óscar Aguado


No va a dejar nada en pie. Óscar Aguado ha escrito este libro con una hélice bolígrafa y va a devastar todo lo que encuentra a su paso, el amor, la amistad, la propia poesía, con una precisión y ferocidad minuciosa. El que gusta del Óscar Aguado ateniense que debe parte de su fama a las continuas luxaciones del lenguaje ya puede darse la vuelta: La Habitación del extranjero es un libro espartano de vientos cortantes y terrenos elegíacos, donde las imágenes portentosas y los pujos esteticistas dejan paso a la claridad del sufrimiento y la sinceridad en la emoción. El poeta se ha cansado de sus juegos de magia; de la chistera de este libro sólo van a salir palomas muertas.

Un hombre brujulea por las calles de Barcelona. Quiere acercarse al otro, pero la ciudad se le hace hostil y su pasado reciente remece el edificio. A veces creemos que va a destruirse; otras, que va a destruir a todos. Entre absentas y putas que le desprecian, el poeta compone poemas que van del vértigo a la reflexión más desesperanzada. Yo no soy poeta, escribe. No existen canciones bonitas. Y este verso terrible: El amor es el odio a uno mismo.

Con estos condicionantes, el verso de Aguado se torna áspero y descreído. Belleza/ te niego/ como niego la enfermedad, nos anuncia en el primer poema. Acuciado de extrañeza, la poesía se le hace un asunto de bergantes y barateros, una impostura que no sirve para moderar sus padecimientos. La poesía es sólo belleza, parece decirnos, y la belleza no es más que un centón de pedrerías. Por ello el extranjero se lanza a una búsqueda descarnada de sí mismo. Quiere sufrir y lo consigue. No le basta una verdad cualquiera, sino la verdad más peligrosa, porque, como señala en otro verso, es un niño que sólo juega a la verdad de las gafas rotas.

De ahí la extranjería que recorre estas páginas, el aislamiento, el vacío y, finalmente, el odio y denuncia contra todo. El poeta no se somete a un ejercicio terapéutico sino a una flagelación consciente. Solo el pensamiento de la muerte va a mitigar la incesante sangría en la segunda parte del poemario. La muerte, en este libro, es el apósito, el alivio, la verdadera alegría: El extranjero espera la muerte/como el niño espera a sus padres/en la puerta del colegio.

La habitación del extranjero es un libro valiente porque está construido contra la tradición central de la poesía panhispánica, aquélla que antepone el sonido al sentido y gusta de entregarse a lo sentimental. El poeta ha decidido refrenar sus facultades para adecuarlas al tono y al mensaje de lo versado. Ese detalle no debería pasar desapercibido: cuando un poeta tiene la valentía de ocultar parte de su repertorio, es que ha entrado en la madurez.

Es un libro de destrucción y no me entiendo, que se va hilando con el ritmo del arritmo, y donde se demuestra que la contrabelleza es una forma sigilosa de belleza. Con unas herramientas insólitas, el poeta pronuncia su clase magistral, la de la poesía sin querer. En La habitación del extranjero se vive la paradoja de que la poesía surge contra la poesía; Óscar Aguado se crece al dirigirse contra Óscar Aguado.

Diez SIENTOS sobre la pintura de Jara Bedmar


Siento chispas que surgen de las piedras y pasadizos avanzando sobre sótanos gris marengo: sobre la cotidianidad irrumpe un gorrión de luz.

Siento surgir en el cañamazo del tedio el recuerdo de una flor.

En cada túnel se presiente el final: allí el regalo de la belleza.

Siento que una sola mota alegrista hace dudar de los armazones de la tristeza.

Lo dinámico asusta a lo estático: el impacto de una pedrada hace temblar todo el lago.

Siento que la niña nunca se ha ido, que la infancia son círculos y curvas y colores comestibles; siento que los pinceles se cogen con dientes de leche.

Siento la realidad, la costumbre, la tradición y la nada cósmica, siento cuadros llenos de horror simétrico donde de pronto la antorcha, el arte, la esperanza.

Siento que la muerte nunca llega hasta el hueso, que vivir es renacer y cada cuadro un todavía.